Cuando los hermanos Lumière dieron a conocer su invento —el cinematógrafo— a un puñado de personas en 1895, jamás se imaginaron la trascendencia que éste tendría en la sociedad, la cultura y la historia en general, al grado de que ahora el llamado Séptimo Arte, no sólo es una de las industrias más relevantes —y rentables—, sino que el cine se ha convertido en un referente indispensable que ha transformado las prácticas sociales de todo el mundo —y nuestros contextos cotidianos— en un siglo. Descubre 25 miradas al cine…
A continuación abordaremos las obras y las motivaciones de 25 directores de cine, empezando por el más actual.
¿Por qué elegimos hablar de éstos y no de Buñuel, Hitchcock, Houston, Kubrick, Lynch, Pasolini —entre otros—, cuyos aportes al cine han dado material para incontables libros, documentales y, sobre todo, nuevas películas de otros directores, influidos por ellos? Porque de estos apenas reparamos en sus obras y, además de los segundos ya hablamos en otros números de Algarabía; en algunos casos —como el de Hitchcock, Kubrick o Lynch—, varias veces y de forma extensa.
Al final de este dossier incluimos una guía con los artículos y ediciones especiales que ya hemos publicado, para que verifique que no falten en su colección.
Wes Anderson, el color de lo hipster
Aparece en la pantalla un zorro animado con la inconfundible voz de George Clooney Fantastic Mr. Fox —Fantástico Sr. Fox— (2009), presumiendo a su adorable familia; en un encuadre contemplativo, un niño y una niña bailan en la playa a ritmo de Le temps de l’amour de Françoise Hardy, después de que el inocente y gallardo muchachito sentencia: «I love you, but you don’t know what you’re talking about», la cinta es Moonrise Kingdom —Un reino bajo la luna— (2012); finalmente, en un ambiente que combina rosa pastel, violeta y un rojo intenso, aparece Lobby Boy con su bigotito apenas pronunciado, salvando la tarde en The Grand Budapest Hotel —El gran hotel Budapest— (2014). Estos tres momentos poseen una estética particular, al grado de parecer tres hermosas postales en movimiento.
Wes Anderson estudió filosofía en la Universidad de Texas, esa formación es evidente en cada uno de sus guiones, en sus poéticos encuadres y en su tendencia a dar una dotación de existencialismo y comedia a sus personajes.
Alejandro González Iñárritu, «El Negro»
En su primera cinta —Amores Perros (2000)—, revela con crudeza el drama de la realidad mexicana: la pobreza extrema, la soledad, las relaciones codependientes y el azar: cómo, en un parpadeo, puede cambiar el rumbo de nuestra vida —por un accidente, un descuido, una decisión—. De forma extraordinaria lleva a los personajes hacia una situación difícil de comprender y que queda plasmada en las peleas de perros —que también simbolizan una parte muy arraigada de nuestra cultura: la apuesta entre la vida y la muerte, al margen de la legalidad—; a la par, plasma la fuerza que tiene el mexicano para continuar —a pesar de sus desgracias personales— y seguir siempre adelante.
Esta condición de sufrimiento y drama distingue sus obras, como el segmento que dirigió en 11’09”01-September11, cinta colectiva en la que podemos ver cómo algunos individuos piden ayuda en los últimos pisos de las Torres Gemelas y, al final, se arrojan al vacío. Iñárritu prolonga la tensión y el dolor hasta lo inaguantable, para provocar en el espectador un sentimiento de desesperación.
Juan José Campanella, hijo de la pasión
«Una pasión es una pasión. El tipo puede hacer cualquier cosa para ser distinto, puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión. Ni él, ni vos, ni yo, nadie». Esas líneas son el diálogo clave del personaje Pablo Sandoval —Guillermo Francella— en una de las mejores escenas de la cinta que a Campanella le hizo merecer el Óscar a Mejor película en lengua extranjera:
El secreto de sus ojos (2009). Y es quizás una de las más representativas del carácter y el estilo de este director que, aunque se formó en ny como cineasta, hoy podría considerarse el mejor director del cine argentino.
Los hermanos Coen, el monstruo de dos cabezas
Desde el estreno de Blood Simple —Simplemente sangre— (1984), el espectador —yo— se pudo dar cuenta que lo que harían estos hermanos judíos era más que un «cine tipo Hitchcock». Que de sus plumas saldría, más que humor negro, un humor seco siempre presente —de manera voluntaria o no— dentro de una atmósfera de film noir.
Desde entonces y hasta Hail Caesar —Salve, César— (2016) han creado filmes totalmente distintos uno del otro que, sin embargo, conservan mucho en común. Algunos son de época, como Millers Crossing —De paseo a la muerte— (1990), The Hudsucker Proxy —El gran salto— (1994) o The Ladykillers —El quinteto de la muerte— (2004); otros se sitúan en una zona estereotipada del territorio norteamericano: Fargo —Fargo, secuestro voluntario— (1996), The man who wasn’t there —El hombre que nunca estuvo— (2001) y No country for old men —Sin lugar para los débiles— (2007); pero, en todos, los personajes son seres comunes enfrentados con circunstancias extrañas, con reacciones sorpresivas, absurdas o un tanto ilógicas, lo quehace su cine aún más enigmático y atractivo.
Emir Kusturica, el cantor balcánico
Emir Nemanja Kusturica nació bosnio en una familia musulmana. Todo indicaba que sería uno de los futbolistas más notables de Europa, cuando de pronto decidió estudiar cine en Praga bajo la tutela del mismísimo Miloš Forman. Luego se declaró serbio y, cuando se fragmentó su país, pidió asilo en Francia. Mucho de ese desarraigo —de no saber a qué nación, religión o incluso sociedad se pertenece— está presente en sus historias, protagonizadas por personajes errantes, vistos y tratados con desconfianza, sin más patria que su ingenio para sobrevivir pero, eso sí, con un enorme ánimo festivo —incluso en los funerales.
Al regresar a Sarajevo —a finales de la década de 1970—, comenzó su carrera con un par de programas de tv; pronto dio su salto al cine con Sjecas li se Dolly Bell? —¿Recuerdas a Dolly Bell?— (1981), con la que ganó cuatro premios en el Festival de Venecia.
En esa década escribió y dirigió una de sus grandes obras, Dom za vesanje —Tiempo de Gitanos— (1988), en la que narra —entre la fábula y el realismo mágico— cómo es la difícil vida de ese grupo étnico, así como la forma en que conservan —y defienden— sus tradiciones a pesar de que el entorno económico y cultural persiste en borrarlos del mapa. Esta cinta, con la que recibió el premio a Mejor director en Cannes, le permitió trasladarse como profesor de cine a los EE. UU., donde ideó y produjo Arizona Dream —Sueño de Arizona— (1993), en la que incluyó al legendario Jerry Lewis.
Jim Jarmusch, un ladrón auténtico
Él hace posible que un contador se llame William Blake —Dead Man (Hombre muerto, 1995)—, que los vampiros se amen en Detroit —Only Lovers Left Alive (Sólo los amantes sobreviven, 2013)— y que un conductor de autobús sea poeta —Paterson
(2016)—. Logra que los personajes más comunes brillen, que una plática con café y cigarros sea inolvidable, y que Bill Murray sea… Bill Murray.
Desde los 6 años su mamá, crítica de cine, lo «depositaba» en las matinés, donde vio películas serie B y quedó impactado con El monstruo de la laguna negra (1954). A los 17 años, ya peinando canas, partió a Chicago, Nueva York y París. El joven que alguna vez quiso ser poeta escribió guiones de cine y se empapó de contracultura leyendo a Burroughs y a Kerouac. En vez de titularse realizó su primer largometraje —personal, autobiográfico— con un presupuesto ínfimo: Permanent Vacation (1980).
Pedro Almodóvar, el rey de la estética kitsch
No es fácil entrar en seco al mundo almodovarense o digerirlo a la primera, pues a pesar de que sus personajes y escenarios sean recursos comunes en la vida real, salen de lo habitual de manera discreta y construyen poco a poco universos de lo absurdo, lo kitsch y lo marginal.
El excéntrico director ha puesto al cine de su país en las más altas premiaciones —mejor dirección, guión, película extranjera, entre otros—; obedeciendo la esencia autodidacta de sus primeras producciones —como Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) o ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984)— rompió tabúes, impuso modas y poco a poco fue acercándose a los reflectores de la crítica hasta llegar a Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), una de sus obras más aplaudidas.
Wim Wenders on the road
Wenders siempre anda de viaje. Pertenece a una talentosa generación de cineastas alemanes —con Werner Herzog y Rainer Werner Fassbinder— que plasmaron sus distintas búsquedas estéticas en la pantalla. A Wim
le atrajeron como temas la soledad en las ciudades, la imposibilidad de unión de la pareja y la profunda incomunicación entre los individuos. Se fascinó con la cultura popular estadounidense y ha hecho grandes road movies.
Sobre la carretera filmó esa maravilla que es París, Texas (1984), con una de las más estremecedoras escenas finales del cine entre Nastassja Kinski y Harry Dean Stanton; hizo de Alice in den Städten —Alicia en la ciudades— (1974), el viaje excepcional de un periodista deprimido y una niña abandonada; nos mostró los caminos de Portugal —y de paso al grupo Madredeus— de la mano de un director de cine que busca sonidos de grabaciones silentes en Lisbon Story —Historia de Lisboa— (1994).
Martin Scorsese: El mafioso ilustrado
«Desde mi más tierna infancia, siempre quise ser un gángster», dice Henry Hill —Ray Liotta— en la primera escena de Goodfellas —Buenos
muchachos— (1990). Y es que si naces en Queens y a los 5 años te mudas al Little Italy porque tus papás son inmigrantes italianos que se dedican al comercio, resulta la forma más fácil de salir adelante. Sin embargo, Marty era asmático y no podía andar en las calles, lo que le permitió alejarse de las pandillas y acercarse al cine con un viejo proyector de 16 mm.
La violencia como hilo conductor está presente desde su primer corto, The Big Shave (1967) —donde un hombre atlético se rasura impecablemente hasta que acaba quitándose la cara a navajazos—; en Mean Streets —Calles peligrosas— (1973), con Harvey Keitel; en Taxi Driver (1976), —que lo catapultaría y marcaría el inicio de su longevo dueto con Robert De Niro—, y en su reciente Silencio (2016), que retrata los martirios de los misioneros jesuitas en Japón.
Peter Greenaway: La reinvención de la vista
El cine moderno se ha desarrollado como un medio de entretenimiento: nos sentamos ante la pantalla para que nos cuenten una historia. Peter Greenaway asegura que tal noción ha asfixiado las posibilidades del medio: el cine no merece ser considerado un arte —dice—, y para reinventarlo, propone una «comunicación pictórica» que funcione no en una estructura narrativa, sino como una experiencia visual.
Su cine es irónico, surreal, un compendio enciclopédico de referencias y alegorías; sus temas son el sexo y el cuerpo, la simetría, el asesinato liberador, el placer y la crueldad; su estética es la del artificio que subvierte el realismo. Pintor por formación y vocación, se hibridiza con otras artes visuales —opina que la pintura, el diseño y la arquitectura son indispensables para entender el cine, de otro modo, el espectador es «visualmente analfabeta».
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