Con la sola excepción de Polonia y su patrona, la Virgen Negra de Częstochowa, quizá no exista ningún otro país cuya historia secular esté entreverada tan íntima e irremediablemente con la simbología mariana como México, donde es conocida como Virgen de Guadalupe. En efecto, la devoción y la tradición guadalupanas han ido siempre de la mano de las preguntas y las respuestas acerca de la identidad y vocación mexicanas: desde la conquista de los indígenas y la autonomía de los criollos, hasta la resistencia armada de zapatistas y cristeros o el activismo de los chicanos en los EE. UU.
Hasta bien entrado el siglo XVII, sin embargo, la devoción a la Virgen María en tierras novohispanas no difería mucho del resto del Imperio español, con el que compartía el culto
a las advocaciones de la Virgen del Pilar, de los Remedios, de Montserrat, de la Peña de Francia o de Guadalupe —en Extremadura—. La Guadalupe del Tepeyac, cuya bella imagen fue realizada probablemente por un pintor indígena de nombre Marcos Cipac de Aquino (c. 1513-1572) en un lienzo de cáñamo y lino, en cambio, era venerada sólo de manera local, a las afueras de la Ciudad de México, pese a su antigüedad.
De hecho, al ser reconstruida su ermita por el obispo dominico fray Alonso de Montúfar, hacia 1554, se desató una airada controversia con los franciscanos —incluyendo al provincial, fray Francisco de Bustamante, y el erudito fray Bernardino de Sahagún—, quienes tildaban a la imagen de «invención satánica» y pretexto para la idolatría, pues
el Tepeyac había sido lugar de culto de la diosa madre Tonantzin.
El rostro mariano de la evangelización
Al despuntar el siglo XVII, luego del fracaso del imperio neofeudal y mestizo de Cortés y de la utopía humanista de los evangelizadores mendicantes, surgía una Nueva España de carácter más criollo, estratificada y burocratizada, bien incorporada tanto a la Corona española como a la Iglesia romana.
Es entonces que, conforme crecía la devoción popular en torno a la Virgen morena del Tepeyac, trascendiendo los confines de la Ciudad de México y ganando fieles aun entre los españoles, las tradiciones orales acerca del origen sobrenatural y las curaciones milagrosas de la imagen son puestas por escrito y ampliamente difundidas —siguiendo, por lo demás, el modelo de tantas otras imágenes o estatuillas marianas en Europa, halladas, según se decía, en circunstancias portentosas o que se remontaban a tiempos apostólicos, como la Guadalupe extremeña, pintada por el mismísimo San Lucas Evangelista.
Acontecimiento y tradición guadalupanos
La primera publicación, Imagen de la Virgen María, Madre
de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la Ciudad de México, del criollo Miguel Sánchez (c. 1594-1674), es una erudita lectura histórico-teológica del Acontecimiento guadalupano, a propósito del capítulo XII del Apocalipsis, y de fuerte tono protonacionalista, que reivindica los valores del pasado indígena y del presente criollo. Para Sánchez, la conquista de América inaugura una nueva época de la Iglesia y las apariciones de la Virgen María hacen de México una nueva y paradisíaca Jerusalén.
Luego, en 1649, el capellán del santuario de Guadalupe, Luis Lasso de la Vega, publicó una serie de textos en náhuatl que registran la tradición e historia del Acontecimiento, incluyendo varios de patente mentalidad hispana y otro, mucho más antiguo —c. 1556—, de marcado sabor indígena: el Nican mopohua, un relato sobre las apariciones de la Virgen María, del 9 al 12 de diciembre de 1531, a un macehual, Juan Diego Cuauhtlatoatzin, su tío Bernardino y el obispo fray Juan de Zumárraga. Joya de la literatura náhuatl e influenciado por las más elevadas teología cristiana y sabiduría de los tlamatinime, el texto ha sido atribuido a Antonio Valeriano (c. 1522/26-1605), un noble de Azcapotzalco que se había formado en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco.
En un ropaje de riquísimo imaginario simbólico, autóctono y mariológico —la bella muchacha mestiza y encinta, los rayos de sol y la media luna, el noble manto turquesa y estrellado, las rosas y el querubín con alas de águila—, el lienzo y el relato del Nican mopohua condensan, actualizan, recuerdan, inculturan, vivifican, adaptan, explican y aclaran el potente mensaje teológico de la revelación bíblica judeocristiana: una intervención liberadora de Dios en la historia a favor de los pobres y los excluidos —esclavos, pastores, niños, adolescentes, indígenas, perseguidos—, como en el caso de Moisés en el Sinaí y Jesús en el monte, o de las apariciones marianas en Fátima, Lourdes, Coromoto, Medjugorje o La Vang.
Para la tradición del Tepeyac, «la Madre del verdadero Dios por quien se vive», se deja ver y exalta a sus hijos más humildes:
Ma xiccaqui,
ma huel yuh ye in moyollo,
noxocoyouh,
macatle tlein mitzmauhti,
mitztequipacho.
Macàmo quen mochihua
in mix, in moyollo,
macàmo xiquimacaci in cocoliztli,
manoçe oc itlà cocoliztli,
cococ teòpouhqui.
¿Cuix àmo nican nicà
nimonantzin?
¿Cuix àmo niçehuallotitlan,
nècauhyotitlan in ticà?
¿Cuix àmo nèhuatl in nimopacayeliz?
¿Cuix àmo nocuixanco,
nomamalhuazco in ticà?
¿Cuix oc itlà in motech monequì?
Esta via pulchritudinis —la catequización por medio de la belleza, destinada a tornar más luminosa y apacible cierta religiosidad dolorista y necrófila que compartían la piedad lo mismo prehispánica que tridentina— es el sentido antropológico y teológico de las apariciones —consideradas como «privadas» por la Iglesia— a la figura de San Juan Diego —representante de millones de indígenas que abrazaron la nueva fe—. Empero, también es posible proponer, como Carlos Fuentes, que se trató de una hábil estrategia evangelizadora —«perfectamente inculturada», diría Juan Pablo II— y, por tanto, política:
De un golpe maestro, las autoridades españolas transformaron al pueblo indígena de hijos de la mujer violada en hijos de la purísima virgen. De Babilonia a Belén, en un relámpago de genio político. Nada ha demostrado ser más consolador, unificante y digno del más feroz respeto en México, desde entonces, que la figura de la Virgen de Guadalupe, o las figuras de la Virgen de la Caridad del Cobre en Cuba, o de la Virgen de Coromoto en Venezuela. El pueblo conquistado había encontrado a su madre.
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