El grosero DRAE remite crudamente la palabra dipsomanía a «alcoholismo», mientras que El Pequeño Larousse ofrece una definición más aceptable: «manía de beber a cada momento, sed violenta; la dipsomanía es síntoma de diabetes». Esto quiere decir que no todos los bebedores son borrachos, sino que se pueden poner borrachos; de esto se desprende que los grandes bebedores han debido aprender a tomar; de lo contrario, sobreviene la adicción y, sí, se pierde la libertad y se gana la esclavitud del miedo a no tener una dosis para pasar el día.
Se cree que el escocés Robert Louis Stevenson escribió El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, en 1886, bajo la influencia del ácido lisérgico del hongo del cornezuelo de centeno con que era tratado de su enfermedad.
La dualidad bien-mal del protagonista retrata a la perfección la batalla interna de un adicto entre sus lapsos de sobriedad y de intoxicación.
Años después, en 1897, el irlandés Bram Stoker elaboró una versión más compleja de Dorian Grey —con su dosis de Des Esseintes—, poseído por la necesidad de saciar una sed que es una alta metáfora del arte, de la existencia y, a la vez, epítome del adicto radical: un muerto en vida.
Luego de Drácula, Stoker, bebedor moderado de whisky, relamió el vaso vacío de la amarga fama y retomó la figura del vampiro penitente e impenitente como premonición del futuro de los artistas: su vida privada sería indiscernible de la valoración de su obra.
En Francia, Charles Augustin Sainte-Beuve ya había conducido a la crítica por el camino del examen casi policial —si no protofascista, que se coló en el arte, como advirtieron Proust y los hermanos Goncourt— de calificar la obra de alguien a partir de su proceder moral, político y social.
Aquí estoy, entre botellas…
El siglo XX llegó y el alcohol cundió como catarro entre los artistas, en particular en EE.UU., el imperio que relevó a Inglaterra en el liderazgo occidental.
Luego de que Jack London murió a los 40 años de edad lamentando haberse bebido las dosis de tres vidas en John Barleycorn —Memorias alcohólicas—, fue palpable que los artistas de este lado del Atlántico tenían una relación con la bebida diferente a la de los europeos.
Para muchos americanos era una especie de mal necesario, para otros un rasgo de la naturaleza profesional —buena parte ejercía el periodismo— y, para los más, un elemento sine qua non.
Es como si los autores estadounidenses hubieran tenido un chip que los inclinara a beber hasta volarse el cerebro a lo largo de todo el día, o durante días, mientras que los europeos parecían usar sustancias como vehículo para transportar sus ideas a terrenos más bien experimentales y en el ámbito privado.
«El vino es poesía embotellada»
Robert Louis Stevenson
Fuera de EE. UU. se sabe muy poco que en este país, durante el siglo XIX, hubo varios periodos de prohibición, dos de ellos muy estrictos.
El espíritu puritano de los primeros colonos ingleses ha sido siempre un elemento constitutivo de la moralidad estadounidense; en 1818, Thomas Jefferson expresó esta claridosa sentencia: «No existe nación borracha si en ella el vino es barato», y Benjamin Franklin dijo que hay más borrachos viejos que doctores viejos.
La creencia de que el mal puede embotellarse es propia del puritanismo —que proviene del calvinismo más recalcitrante—, de modo que no es difícil aventurar que en el acto de beber haya habido una volición de rebeldía por parte de los artistas de EE. UU., como un valor agregado que crece a la par de un sentimiento de culpa con raigambre en un inconsciente colectivo que, como tal, subyace en los individuos.
El texto de London inspiró a muchos sectores para alentar la gran prohibición impuesta en los años 20 y 30, lo que se convirtió en un tercer acicate para avivar el ansia de beber.
… apagando con el vino mi dolor
La lista de escritores estadounidenses de alto volumen es tan notable como la lista de los premios Nobel —algunos están en la nómina—: Edgar Allan Poe, Herman Melville, Mark Twain, Jack London, Stephen Crane, Theodore Roethke, Delmore Schwartz, H. L. Mencken, Ring Lardner, Hart Crane, Edmund Wilson.
También están los escritores: Sherwood Anderson, John Steinbeck, Eugene O’Neill, William Faulkner,F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Tennessee Williams, Sinclair Lewis, William S. Burroughs, Jack Kerouac, Truman Capote, Norman Mailer, Raymond Carver.
Además, Christopher Hitchens —quien apunta que la palabra espíritu conserva la noción inicial de «inspirado» que detectaron los griegos—, Charles Bukowski y Stephen King, entre los nombres más familiares.
Algunos estadounidenses abstemios destacados son Nathaniel Hawthorne, Mary McCarthy, Upton Sinclair, Emily Dickinson, Henry Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Saul Bellow, William Golding, Robert Frost, Edith Wharton, Lillian Hellman, Tom Wolfe y Flannery O’Connor. Hay grandes, pero son menos.
En el resto del mundo hubo bebedores de primer orden en el siglo XX que no iban a la saga de los americanos, entre ellos el ruso Mijail Bulgákov —que relevó en esas lides a Dostoievski—, el irlandés James Joyce, los ingleses Aldous Huxley, Evelyn Waugh y Malcolm Lowry, y el galés Dylan Thomas; estos dos últimos acaso fueron verdaderos monarcas.
El austriaco Joseph Roth escribió una hermosa novela breve dedicada a nuestro tema: La leyenda del santo bebedor (1939), en la cual un borrachín vive sus últimos días alucinados recorriendo su propia ruta hacia una divinidad compuesta por la compasión de un mundo hecho de la voz narrativa.
«A veces un hombre inteligente se ve obligado a beber para poder pasar tiempo con los tontos»
Ernest Hemingway
En los años 80, un estudio reunió a un grupo de escritores y a otro de no escritores; 30% del primero mostró una tendencia al alcoholismo, mientras que en el segundo sólo 7% lo hizo.
También se descubrió que 80% de los creadores presentaba algún desorden afectivo, desde depresión mayor hasta maniasis compulsiva, contra 30% del otro grupo. A partir de Freud se ha sostenido que la creatividad es una sublimación de los impulsos agresivos y sexuales o una respuesta al dolor emocional.
Cualquier cosa que reste felicidad a la infancia causa neurosis y ansiedad, y la neurosis es el caldo de cultivo de la creatividad. Esas mismas ansiedades serían la causa del alcoholismo de los escritores y otros artistas, si bien es cierto que los escritores, sencillamente, suelen ser gente inconforme.
Sobrios o borrachos, la mayoría de los artistas lo son debido a que desarrollan inteligencia y sensibilidad para compensar carencias de origen, lo cual explica que no sea infrecuente encontrar en ellos incongruencias de índole moral. Se trata, en general, de gente temerosa que necesita una máscara para ir por el mundo —no se explica de otro modo la temeridad de Hemingway.
El Dios de la salud para los escritores
Toda cultura y toda época ha tenido a sus dipsómanos distintivos, lo que merece un recuento exhaustivo que abrume los reparos de los beatos del arte.
Hoy no se ha dicho lo suficiente: vivimos la tiranía del implacable dios de la salud a escala mundial y sus acólitos no van a darle cuartel a nadie que encuentre divertido disponer de su propia fisiología. Los lectores-autores acríticos, que van in crescendo, salen de los gimnasios y consumen productos light.
El acto de rebeldía más radical es la autodestrucción: en el caso de un adolescente, es una forma incontestable de descalificación de los padres; en el caso de un artista consumado, constituye un puñetazo igualmente incontestable en el hocico del establishment.
México no podía carecer de una plétora de creadores afectos a los excesos: el modernista Julio Ruelas, los Revueltas —Silvestre y José—, Juan Rulfo, Juan José Arreola, el centenario Andrés Henestrosa y Alí Chumacero, entre los ilustres.
Por mi cuenta, he tenido el gusto de chocar vasos más de una vez con bebedores de grandes ligas como Gerardo Deniz, José Luis Rivas, Ignacio Trejo, Enrique Serna, el pintor Guillermo Scully, Javier García-Galiano, Armando González Torres, Pablo Soler y otros que de ninguna manera consumen alcohol ni drogas para exhibirse ante los turistas de la cultura, y menos para construirse una mitología propia.