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Fumar con Freud: el principio de su placer

¿Por qué a pesar de que el tabaco le ocasionó tanto daño y dolor, el padre del psicoanálisis jamás pudo dejarlo?

David Cochard, Freud; 1998

Las reuniones de los primeros discípulos de Freud se hacían en casa del llamado «padre del psicoanálisis» en Berggasse 19, cerca del centro de la Viena de principios del siglo XX. Una vez a la semana se reunía la entonces llamada Sociedad Psicológica del Miércoles, integrada por 17 psicoanalistas para exponer sus temas y discutirlos con el neurólogo austriaco.

Previo a estas reuniones, la criada colocaba ceniceros alrededor de la mesa del comedor: uno destinado a cada participante, y así el salón se preparaba para la gran humareda, pues el espacio se llenaba de volutas, no sólo de las ideas sino del humo denso de los cigarros y los puros que cada uno consumía con furor.

Adicto a la inspiración

Sigmund Freud era adicto a la nicotina, lo tenía claro su médico y amigo Max Schur. Siempre necesitaría de un interlocutor y un puro para lograr su proceso creativo. El primero lo conduciría a la formulación de su doctrina. El segundo lo llevaría a sufrir el cáncer que lo acompañaría 15 años, padecimiento por el cual fue intervenido quirúrgicamente más de 30 veces y que, con intolerables dolores, lo llevó a su muerte.

Pero Freud fumaba, y la inspiración inundaba sus pulmones y su mente creativa.

Hilda Doolittle, la poetisa estadounidense y paciente de Freud relata en su «Homenaje a Freud» la forma silente en que la escuchaba, como a la espera de aquel momento analítico sorprendente, similar a la interpretación de un sueño, o la aparición de un pensamiento significativo. Entonces se levantaría y diría «¡Ah! ¡Hemos de celebrarlo!», y comenzaría el ritual esmerado de seleccionar y encender un puro a modo de trofeo para llenar el consultorio con su aroma.

Una de las influencias nodales en la obra de Freud fue su relación con Wilhelm Fliess, un otorrinolaringólogo que sostenía que existía una clara asociación entre la nariz y los órganos genitales. Freud tenía con él un profundo lazo afectivo, incluso de dependencia, observable en su correspondencia entre 1893 y 1900. En sus cartas Freud le confiaba sus preocupaciones mórbidas, sus sueños y el significado de éstos como relato mismo de su autoanálisis. A él le confió sus afecciones cardiacas y las infecciones que sufría en sus cavidades nasales. Fliess, quien no profesaba ninguna afición por el tabaco, lo conminaba a que dejara de fumar.

Entre la necesidad y la necedad

Los siguientes cuatro años, la correspondencia mencionaría con frecuencia la dificultad de Freud con dicha continencia ante el tabaco pues confundía los síntomas del síndrome de abstinencia con complicaciones cardiacas, justificando así su necesidad —y necedad— de recaer en su acérrimo tabaquismo una y otra vez, a pesar del respeto que sentía por Fliess, quien encarnaba la poderosa imagen de un amigo al que Freud sobreestimaba, y que para él representaba una figura parental.

Freud en 1920

En la época que ambos médicos compartieron, Freud escuchaba a sus pacientes contarle la reconstrucción mnémica1 de las seducciones sufridas durante la infancia. Todo parecía indicar que en efecto, una seducción o un abuso sexual perpetrados por algún adulto yacían como fundamento de la sintomatología de la histeria. Freud formuló esta «teoría de la seducción sexual» en 1893 y la sostuvo a lo largo de sus escritos y correspondencia con Fliess hasta 1897. Claro que no presuponía una relación causal y simple entre el abuso sexual y el despliegue sintomático, sino que Freud trataba de entender el mecanismo de la represión como aspecto primordial en la constitución del aparato y el funcionamiento mental.

El origen erógeno del fumar

A medida que acumulaba más material clínico, Freud empezaba a dudar de la autenticidad de las escenas de seducción descritas por sus pacientes y, el 21 de septiembre de 1897, anunció a Fliess que había dejado de creer en las historias de sus pacientes neuróticas. La primera razón para ello fue de índole estadística: no era lógico que hubiese tantos perpetradores.

Sin embargo Freud también reconocía el peso psíquico de las fantasías incestuosas. Asimismo fue advirtiendo que los niños tienen sensaciones, fantasías y pensamientos de contenido sexual, por lo que su teoría de la sexualidad perversa y polimorfa fue cobrando vida. Lo que describirá en las Cartas a Fliess sería una serie de transformaciones psicosomáticas que se originan con la incitación sensual del amamantamiento, y que darían como resultado una organización sexual madura.

Así que el bebé conoce y descubre el mundo a partir de un cuerpo que va cobrando erogeneidad, y sus frustraciones y sobregratificaciones van gestando las conocidas «fijaciones». Es así como Freud explica que si el infante es reforzado en el valor erógeno de los labios, «tales niños, llegados a adultos, serán grandes gustadores del beso, se inclinarán a besos perversos, o si son hombres, tendrán una potente motivación intrínseca para beber y fumar».

La pasión por fumar

Poco después de la muerte de su padre y hacia el final del siglo XIX, Freud se embarcó en su autoanálisis, basado sustancialmente en la exploración de sus sueños y las referencias que éstos hacían a su sexualidad infantil. El siglo XX debutó con su magna obra La interpretación de los sueños que le merecería el premio Goethe, y que inauguraría al psicoanálisis como el estudio de lo inconsciente, aquél entendido como el reordenamiento de las huellas de nuestras vivencias según las leyes del deseo inconsciente, remanente de la infancia.

Sigmund Freud dejó la relación con Fliess y siguió construyendo su teoría sobre el funcionamiento de los procesos psíquicos, junto con el método de investigación sobre el cual se sustenta empíricamente, y su conocida terapéutica: el psicoanálisis. Se acompañaría de nuevos y singulares amigos, como Alfred Adler y Carl Jung, con los que también tendría sus respectivos desencuentros. Sin embargo, jamás abandonaría su pasión por fumar.

«La pipa: compañera de viaje que te acorta el camino»
S. F.

En 1929 Freud contestó un cuestionario en relación al tabaco de la siguiente forma: «Empecé a fumar a los 24 años, primero cigarrillos y enseguida cigarros puros de manera exclusiva; sigo fumando hoy —con 72 años y medio de edad— y me repugna sumamente privarme de este placer. Entre los 30 y 40 años, tuve que dejar de fumar durante año y medio debido a unos trastornos cardiacos que tal vez fueron causados por los efectos de la nicotina, aunque probablemente fueran las secuelas de una gripe. Desde entonces, me he mantenido fiel a este hábito o vicio, y estimo que le debo al cigarro puro un gran incremento a mi capacidad de trabajo y un mejor dominio de mí mismo. Mi modelo en este sentido fue mi padre, quien fue un gran fumador y lo siguió siendo hasta la edad de 81 años».

Viena, 1938

Los puros de Freud le aportaban cuantioso placer, un deleite olfativo, gustativo y meditativo, envuelto en una neblina aromosa y amorosa. Incluso inventó un neologismo para nombrar a sus puros: Das Arbeitsmittel, la «sustancia de trabajo», pues estaba convencido de que no podía pensar, asociar, escuchar, escribir, en fin… ¡trabajar!, si no era con el auxilio del tabaco.

Los años de agonía

Pero su cielo se enturbió, el cielo de su boca y su mandíbula, ambos afectados por un cáncer maligno que restaría terriblemente su calidad de vida. Se tuvo que someter a múltiples intervenciones que lo obligaban a utilizar una molesta prótesis que le dificultaba comer y hablar. Su hija Anna solícitamente le hacía sus curaciones cotidianas en la habitación contigua al consultorio, y le acomodaba la prótesis cuando el dolor ya le era insoportable.

Viena, 1938

En 1938 Freud se mudó a Inglaterra debido al acoso nazi en Austria, gracias al salvoconducto que le brindó su gran amiga María Bonaparte, a quien le escribió, poco tiempo después de llegar a Londres, que su mayor preocupación en esos tiempos turbulentos era el tabaco. Ella lo dotó de puros sin nicotina, pues ni el cáncer lo había convencido de dejar el vicio.

«No saben casi a nada», se quejaba con doble dolor. Fatigado, vencido y con un gran sufrimiento, Freud recargó su pesar en Max Schur, su médico y amigo, confiándole su deseo de terminar con su tortura cuando llegase el momento —Anna sería su gran cómplice—. Así, en la noche del 22 de septiembre de 1939, en el número 20 de Maresfield Gardens, ayudado por tres inyecciones de morfina, Freud murió a los 83 años de edad, dejando tras de sí un legado inagotable que implicaría un cambio paradigmático en la forma de concebir al mundo y al ser humano.

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  1. Es aquello que trasciende al recuerdo consciente; es la percepción en la memoria tal y como fue vivida.


Alexis Schreck incursionó en el estudio de Freud y sus doctrinas hace más de 20 años, a quien le dedicó su investigación doctoral—La compulsión de repetición: la transferencia derivada de la pulsión de muerte en la obra de Freud; México: ETM, 2011—. Siempre se ha sentido acompañada por él y por el cigarro. Tanto en el consultorio como frente a la computadora fumaba con Freud. Nunca ha dejado a Freud pero sí al tabaco, aunque con nostalgia siempre se dice que algún día regresará a ver la vida a través de ese humo tentador.

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