Quienes no nos cocemos al primer hervor de la olla y somos testigos del devenir de la globalización, quizá nos sobresaltemos por grupos de niños y adultos disfrazados de vampiros, brujas o Frankensteins, que salen a pedir «su calaverita» el primer día de noviembre. El mismo estupor provocan quienes se empeñan en esconder huevos multicolores «puestos» por un conejo al terminar la Semana Santa, o peor, comparten el pan y la sal en «Tenksgivin». ¿Qué nos impulsa a celebrar esas fiestas, y por qué no las deberíamos celebrar?
Aquí no viene el conejo de Pascua, porque no somos gringos ni judíos; en esta casa festejamos el Domingo de Resurrección.
Sentencia materna
Pocas cosas son más resbalosas que una oración sin sujeto determinado. Por ejemplo, en la frase «Dicen que se va a acabar el mundo», ¿quiénes dicen? ¿Los antiguos mayas, las profecías de Nostradamus, los catastrofiambientalistas, científicos de un observatorio astronómico tras observar un cometa en trayectoria hacia la Tierra… o mi primo Nabor y su equipo de futbol llanero? Así pues, para no dar lugar a equívocos mayores, empecemos por definir el sujeto de la oración «No deberíamos celebrar».
MEXICANO AL GRITO DE…
Al decir deberíamos —conjugación en pospretérito del indicativo del verbo deber, en su acepción de «tener la obligación de hacer algo»—, el sujeto tácito es la primera persona del plural nosotros, que corresponde al conjunto de hijos de padres mexicanos que nacimos y vivimos en territorio mexicano y que, aun cuando podemos tener alguna ascendencia anglosajona, escandinava, árabe, africana, asiática o melanésica, básicamente somos producto del mestizaje entre los indígenas de Mesoamérica que se asentaban en estas tierras y los españoles que las sometieron mediante el poderío militar entre los siglos XVI y XVIII. Unos cien millones de individuos que, para bien o para mal, comemos tortillas y chile, y saludamos al lábaro tricolor del águila y la serpiente.
Este grupo comparte, en términos abstractos y generales, una «biografía colectiva»; esto es, una serie de rasgos culturales heredados de los procesos históricos de este país. Entre otras cosas:
- Una lengua, el español, impuesta por los conquistadores europeos, y que luego de diversas influencias, se convirtió en el «español de México», algunas de cuyas manifestaciones son nuestros nombres del santoral católico, nuestros apellidos españoles, y un cúmulo de obras escritas en ese idioma que nos dan contexto histórico e ideológico y sentido de identidad.
- Una historia, que en la versión oficial adoctrinada por el Estado, gira en torno a la exaltación grandilocuente de «los héroes» y de las guerras que definieron violentamente la geopolítica y la identidad del México actual —la Conquista, la Independencia, las intervenciones, la Reforma, la Revolución.
- Una tradición religiosa, la católica, que según los censos corresponde a cerca de 80% de la población, y que históricamente ha dictado una importante porción de nuestro marco moral, de costumbres y festividades.
Sin alejarnos de estos tres ejes —lengua, historia, tradición religiosa—, ¿qué tan oportuno y conducente es celebrar el Halloween, si esta palabra viene del inglés antiguo, se originó en las islas británicas antes de la conquista romana y era parte de las festividades religiosas paganas de los celtas? ¿Qué tan pertinente —del latín pertinere, ‘pertenecer’— resulta para nosotros —si es que ya quedó claro a quién alude este pronombre—, si su popularización se debió a la emigración de irlandeses y escoceses a los EE.UU. en el siglo XIX y a la explotación de los comerciantes estadounidenses? ¿De qué nos toca —como dicen en Yucatán— si a la tradición religiosa de México corresponde un sincretismo entre la fiesta católica de «Todos los Santos» y las visiones prehispánicas del paso al inframundo, que llamamos «Día de Muertos»?.
CULTURA POPULAR VS. POP CULTURE
Llegado este punto, detengámonos en una inflexión importante. Entrados ya en la segunda década del siglo XXI, resultaría absurdo convocar —al cobijo del teponaztli, el sahumerio de copal y el canto del tzentzontle— al retorno a nuestras raíces del México profundo, recalcitrante, hecho de maíz y de piedra. Es un hecho que la aceleración comercial y la profunda penetración de los medios electrónicos de comunicación que propagan el mainstream de los EE.UU., transforman día a día la cultura de masas de nuestro país, y no es descabellado pensar que, en el futuro, Draculín y Frankensteincito den cuenta del cempasúchil y la calavera de azúcar. Pero veamos qué nos dice la sentencia materna que abre este artículo.
Sin mayor reflexión sociológica, filosófica o histórica, este epígrafe brinda un norte en este asunto: la congruencia entre la identidad y la acción. Es decir, si mi familia era mexicana —y lo había sido desde hacía tres generaciones— y abrazaba la fe católica,
¿no era un acto de congruencia celebrar la Resurrección de Jesús yendo a la misa dominical y no practicando una costumbre ajena a mi historia, mis tradiciones familiares y mi entorno, importada de otros países por influencia de la publicidad? La cultura popular —de pueblo, en el sentido de «conjunto de personas de mi región»— se enfrentaba a la pop culture, que se filtraba a través de los mensajes del cine, el radio y la televisión.
Un botón de muestra que, de un tiempo a esta parte, ha brincado en la cara de los usos y las costumbres de ese nosotros —y que, a mi juicio, tiene más de fortuito que de malévolo— es la celebración del Día de Acción de Gracias. Veamos: el cuarto jueves de noviembre se celebra en toda la Unión Americana el Thanksgiving Day, que es una remembranza del banquete que los primeros emigrantes ingleses a Norteamérica ofrecieron como agradecimiento a Dios por haberlos llevado con bien hasta el Nuevo Mundo.
Según la tradición, en ese primer banquete de acción de gracias de 1621, 53 pilgrims y 90 nativos hicieron a un lado sus diferencias étnicas, religiosas e históricas, y compartieron la mesa como hermanos e hijos de Dios. Una escena hermosa, sí; pero volvamos a nuestros tres ejes: hablamos de emigrantes ingleses conviviendo con pieles rojas; los pilgrims o Padres Peregrinos eran emigrantes puritanos de cuño calvinista, que migraron a América a consecuencia de las persecuciones religiosas; y fue Abraham Lincoln quien instituyó en 1863 esta fiesta nacional de losEE.UU. —lengua, religión e historia… que nada tienen que ver con nosotros.
Pero da la casualidad que esta fiesta aparece en los libros de texto editados en nuestro vecino país con los que se enseña a la niñez mexicana a hablar y escribir la lengua de Shakespeare. De ahí, un salto cuántico: nuestros hijos o nietos confeccionan pavos de cartón y estambre, escriben composiciones sobre «el día en que agradecemos porque tenemos una familia, un país y algo que comer», y familias neoburguesas disfrutan cenas muy cool de guajolote al horno, tan venidas al caso como lo sería un desfile militar en Paseo de la Reforma el Día de la Bastilla, el cierre de mercados y restaurantes por el ayuno del Ramadán o la celebración en la plaza de la Cibeles —de la chilanga colonia Roma— por los triunfos del Barcelona o del Real Madrid. Aunque, bueno, esto de la vena hispana es «harina de otro cantar».
CELEBRAR O NO CELEBRAR, ESÁ ES LA CUESTIÓN
Estos ojos han visto a concheros del Zócalo de la Ciudad de México con sus plumas, cascabeles y playeras deportivas Nike Dri-fit que los mantienen frescos, y a moros y cristianos de las fiestas patronales de nuestros pueblos cubriéndose del sol con unos lentes tipo Ray-Ban; también a enamorados que intercambian endorfinas envasadas en chocolate —y en otras formas más sudorosas y privadas— el día de un santo que nunca existió. Y eso explica muchas cosas.
¿Entonces? No deberíamos celebrarlas, pero lo hacemos. Ya sea por influencia, ignorancia, por ese gusto por los epígonos o por la emulación de las culturas que percibimos como superiores, tragamos la píldora dorada y nos entregamos a la fiesta, nativa y genuina, aunque sus motivos no lo sean. Y ante el caldero lleno de dulces, el conejo de chocolate macizo, el pavo humeante en la mesa o los relucientes regalos de Santa al pie del árbol de Navidad, ¿qué tanto importan estos razonamientos?Celebre usted, si quiere. Nomás faltaba.
Igor Übelgott es clavicordista en retiro voluntario y estudioso de las creencias y el folklore de diversos grupos humanos. A pesar del origen germánico de su apellido, es un mexicano promedio que disfruta enardeciéndose por las prácticas aspiracionales de la clase media de este país.
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