Nuestro fácil acomodo a la realidad hace que cada día veamos con mayor frecuencia a personas sin utilizar cubrebocas en lugares con poca ventilación como el transporte público, tiendas departamentales o de autoservicio y algunos espacios como salas de juntas o pasillos de algunos edificios. Más allá de las disposiciones oficiales.
Y me parece lo más normal, quitarse ese objeto que nos cubre la mitad del rostro es un supuesto sinónimo de amplia mejoría, de que todo finalmente está bien y que estamos en otra etapa de ese periodo tortuoso y largo que ha sido la pandemia de COVID-19.
Sin embargo, no es del todo así y más allá de lo pesimista u optimista que se pueda ser al respecto, los hechos nos muestran que el índice de contagios baja considerablemente cuando usamos cubrebocas, entonces, ¿por qué abandonarlo?
Pienso en dos respuestas para la pregunta anterior, la primera de ellas, porque tal y como decía en las primeras líneas, no usar cubrebocas es una representación de mejoría y propicia un ánimo colectivo de (falsa) seguridad, ya no lo usamos porque ya no hace falta, parecería escucharse en un tono imaginario donde muchas personas coinciden en que ya no es una prioridad. Aunque esto no sea necesariamente comprobable.
Lo segundo, es que el cubrebocas comenzó a utilizarse de manera generalizada cuando se hicieron evidentes sus cualidades para la protección individual, aunque siempre se ha insistido en que usarlo es para cuidar a las y los demás, se popularizó su uso cuando se enfatizó que también quien lo portaba se protegía a sí mismo y/o a sí misma.
Ahí está la clave, el uso de un objeto que cubre nuestra nariz y boca, en el mejor de los casos, tiene una forma particular de individualismo, lo uso si me protege, pero si ya no me protege, entonces, al baúl del olvido. O a la bolsa del pantalón, chamarra o saco. Total, ya para qué.
Instituciones como la UNAM, han insistido en las cualidades y la importancia del uso del cubrebocas en espacios poco ventilados como los salones, los laboratorios o las salas de juntas, así que por qué no preguntarnos –insisto más allá de posiciones pesimistas (mis favoritas) u optimistas–; ¿lo debo seguir usando? Yo respondería que sí, en lugares y situaciones específicas, para saludar, para viajar en transporte público, en los salones de clases y también si se comparte la oficina.
El conocimiento siempre es nuestro aliado y en este caso, no es la excepción. Sabemos cómo prevenir los contagios, se puede seguir usando cubrebocas y también se puede continuar con la vida cotidiana. Si algo sabemos hoy es que nuestra interacción cambió, hagamos lo propio, no vale la pena perder lo ganado sólo por nuestro pleito con la mascarilla.
No se confíe que además cada vez está más cerca el frío invernal.