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Un soldado esloveno en México

Uno de los voluntarios austriacos durante el gobierno de Maximiliano de Habsburgo describe las costumbres locales de aquellos días.

Nadie ha dicho que instaurar un imperio sea cosa sencilla, pero una de las condiciones para hacerlo es, en inicio, el que exista 
un emperador que encabece un estado. Maximiliano de Habsburgo, sin embargo, era apenas un porcentaje de lo que se necesitaba para ser considerado uno: inclinado a la botánica, al arte y al urbanismo, pasaba
 más tiempo de viaje que ocupándose de los asuntos públicos.
Para sostener el imperio, Maximiliano i contó con la presencia de tropas francesas —en un principio— en condiciones de pago bastante costosas y por tiempo limitado, por lo que necesitaba tropas que se encargaran de la seguridad del Estado. Para ello, en julio de 1863, el regente J. N. Almonte le aconsejó que se llevara entre 10 000 y 12 000 soldados alemanes, para independizarse de la presencia militar francesa.
México en los Alpes: la migración francesa
s46-ideas-esloveno-maximilianoPero Maximiliano prefería
 a los austriacos. Así se formó el Cuerpo Mexicano de Voluntarios Austriacos, que recibió este nombre ambiguo 
a propósito: austriacos, bohemios, húngaros, polacos, eslovenos, croatas e italianos del litoral adriático estaban operando bajo el mando del conde Franz von Thun, aristócrata
 germano radicado en Bohemia.
A continuación te 
presentamos un par de
 cartas de uno de estos
 miles de «voluntarios», un capitán
 esloveno que describe las costumbres locales de aquellos días, al tiempo que habla del carácter de los mexicanos.
Estas cartas se publicaron originalmente en 1865 en un periódico esloveno llamado Ljubljanske Novice.
Este soldado, como tantos otros de su país, decidió quedarse en nuestras tierras tras la intervención armada y los descendientes de todos ellos conforman una comunidad de la que pocos conocen su existencia. Aquí la traducción:

Juan de los Llanos, 23 leguas de Puebla hacia el noreste,
21 de septiembre de 1865

Mi bien querido amigo:
Es camino de la Sierra del Norte hacia Puebla, me detuve aquí un par de días para descansar un poco de todos los grandes y largos esfuerzos; y qué mejor que aprovechar este corto tiempo para escribirte y expresar mi más profundo agradecimiento por las cartas que tan amablemente escribiste los días 23 de febrero y 1 de mayo, así como por los preciosos libros que me enviaste […].
Estos gratos recuerdos los recibí en un momento en el que el soldado se encuentra en su punto más sensible: fue precisamente cuando íbamos a enfrentarnos con el enemigo, por lo que tus escritos fueron tanto más valiosos para mí.
Fue en esa ocasión cuando por primera vez, desde que salí de la blanca Liubliana, me encontré a algunos oficiales, y quizá también la última.
Eso fue el 30 de junio en Perote, donde 20 oficiales nos sentamos alegremente a jugar, beber y conversar. Las queridas gotas del vino húngaro calentaban nuestros corazones y sangre y levantaban nuestro ánimo; éste alcanzó su máximo cuando entró al cuarto un oficial, cuaderno bajo su brazo, gritando a todo pulmón:
«¡Señores, llegaron las cartas de Europa!», «¡Qué bueno, qué bueno! ¿Hay entre ellas alguna para mí?», se escuchaba de todas partes. Cada uno quería ser el primero en recibir la carta. Yo me encontraba entre los afortunados que recibieron algo, porque recibí dos cartas, las dos de tus queridas manos. […] ¡Ahora llegué a comprender el valor de una carta!
Y a pesar de que todos estuviéramos leyendo con profundo interés y curiosidad, levantamos la vista cuando un oficial agarró la copita y con voz alta le brindó a todos los seres queridos que en nuestra tierra natal se acuerdan de nosotros que andamos en esta tierra tan lejana. Y glorias y vivas retumbaron en todos los idiomas de Austria.
Después de esta larga introducción te quiero relatar las cosas más importantes que tengo anotadas en mi diario. Desde el 22 de febrero he participado en muchos combates y peleas, todas en la Sierra del Norte. Esta sierra es muy fértil, con muchas cañadas, montañas altas y con una vegetación exuberante; se encuentra al noreste de Puebla, entre Perote, Tulancingo y el río Zempoala. En los pueblos y en chozas solitarias viven indios de piel rojiza-café, en las ciudades viven los criollos, que también se ven bastante morenos.
El paisaje es enorme, parecido a Brüll cerca de Viena, que es obviamente más pequeño.
Todos nuestros indios son cristianos; en sus chozas aún conservan muchas cosas del obscuro pasado que recuerda a su divinidad Huitzilopochtli, al que rezaban anteriormente; aun así son mejores y más devotos cristianos que los del condado de Tirol.
[Los mexicanos] son gente todavía muy natural, muy sencillos en su comida y vestimenta, callados ante las peores calamidades. Jamás he oído a alguno de ellos quejarse o gruñir, como tampoco los vi llorar, aunque más de uno tuviera mucha razón para hacerlo.
Cinco meses y medio viví entre ellos; algunos combatían de nuestro lado, algunos sacaban a los lesionados y ayudaban a los que se habían quedado sin fuerzas. Entre los que para esta pobre gente representaba mucha carga, era yo también, que Dios me perdone; ¡me guiaba el deseo de aliviar los problemas de los nuestros!
Al darme cuenta de mis injusticias, quise reparar mis daños, e hice todo lo que estuvo en mi poder…
Dentro de su autonomía limitada, y finalmente adscrita contra su voluntad a la legión extranjera francesa, el Cuerpo Mexicano de Voluntarios Austriacos tenía un marcado espíritu de cuerpo, así como su propia organización militar y administrativa.
El emperador Francisco José, quien el 1 de abril de 1864 aprobó el establecimiento de este cuerpo, quiso desvincular así su monarquía del imperio de Maximiliano.
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A pesar de ello, los historiadores austriacos siempre se han referido a esta tropa como Cuerpo Austriaco de Voluntarios —Österreichische Freikorps—, lo que obedece a una indiscutible verdad psicológica. Esta unidad, aunque no 
fue enviada ni costeada por el gobierno de Austria, tenía su peculiar identidad dentro de las tropas extranjeras de México.
La situación en el Imperio no era de mucha estabilidad; sumado a eso, en el contexto internacional las condiciones también se complicaban: el bando triunfante de la Guerra de Secesión Americana, la Unión —que simpatizaba con Juárez—, no estaba conforme con que Francia tuviera una colonia imperial en el continente, al sur de su frontera.
Sumado a las presiones económicas generadas por la ocupación, y las complicaciones en la situación geopolítica de Europa dieron al traste con el experimento imperial en México.
Pero no todas las tropas que llegaron con el imperio se marcharon con su fin.
Maximiliano, aún incapaz de poner los pies sobre la tierra, intentó reinstalar el Imperio Mexicano. El resultado: lo fusilaron, junto a Miguel Miramón y Tomás Mejía, en las faldas del Cerro de las Campanas, el 19 de junio de 1867.

Puebla, 27 de septiembre de 1865

Hoy no te puedo escribir yo mismo porque el gusano en mi dedo pulgar derecho me lo impide. Aparte de los «liberales» y los «zaragozos» —que es como se llaman nuestros adversarios— tenemos otros enemigos: la desidia de los mexicanos, los colectores, que intentan persuadir a nuestros hombres a abandonar nuestras filas, y la fiebre amarilla.
Con todo y los franceses no somos suficientes para tranquilizar este gran imperio, que tanto ama los cambios que en
 45 años ya tuvo 40 gobiernos. Así que se necesita mucha, mucha gente. Lo que ya poseemos lo vamos a mantener y seguiremos expandiéndonos, si los americanos del norte no les llegan a ayudar a los mexicanos. Si esto ocurre, nos saldremos rápidamente.
Lee el resto de la carta del capitán France Kastelec en Algarabía 60.

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