La pelona, la huesuda, la amada inmóvil, la fría, la pálida, la calaca, la de la guadaña, la descarnada, la catrina de la sonrisa burlona que nos pela los dientes y nos lanza un guiño con su cuenca vacía, ofreciendo su descarnada mano e invitándonos a su macabra danza. La que no debe nombrarse para exorcizar su temida presencia.
La chica mala por excelencia, la irremediable, la peor de todas: la Muerte.
Existen —o al menos así lo expresamos— diversas formas de morir. «Tu padre,
para mí, está muerto», me repetía mi madre incesantemente, refiriéndose no al deceso
del señor Übelgott, sino a su voluntad —la de ella— de borrarlo de su memoria, de su interés y de su deseo.
También podemos decir que un político «está muerto» si su reputación está tan maltratada que difícilmente podría volver a aspirar a un cargo público. Hablamos de cervezas «bien muertas» —por lo frías— y de un «punto muerto» cuando las negociaciones se estancan, o si ponemos la caja de velocidades del coche en neutral. Incluso podemos decirle a alguien «¡Muérete!», si nos hemos enojado con esa persona —aunque pocas veces lo deseamos en verdad—, o hablar de la «muerte chiquita» para referirnos al orgasmo.
Usamos una infinidad de eufemismos que aluden a la muerte y, por otro lado, la mencionamos con cierta ligereza para referirnos a situaciones que poco tienen que ver con ella.
Pero si el ciclo de la vida es «nacer, crecer, reproducirse y morir», y hasta el Ungido tuvo que entregarse a ella para —según las Escrituras— resucitar al tercer día, ¿por qué nos genera tanto miedo mencionarla siquiera?
La muerte en uno
…to die, to sleep. To sleep, perchance to Dream; Aye, there’s the rub, For in that sleep of death, what dreams may come When we have shuffled off this mortal coil Must give us pause.1 «Morir es dormir… y tal vez soñar. Sí, y ver aquí el gran obstáculo; porque el considerar qué sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa
para detenernos…» [Trad. L. Fernández de Moratín.]
William Shakespeare, Hamlet
En pocas y efímeras palabras: la muerte humana es el fin de las funciones cerebrales y la ausencia de signos vitales —el latido del corazón, la respiración, la presión arterial y la temperatura corporal— debido al deterioro irreversible de nuestras células por causas naturales
o externas, y el fatal impacto que éste tiene sobre los órganos, los sistemas y aparatos que nos componen.
El propósito de nuestra vida, desde un punto de
vista estrictamente biológico, es la vida misma para
la preservación de nuestra especie, de modo que muchos seres vivos estamos dotados de un instinto de supervivencia más fuerte que casi cualquier otro, y con sistemas que alertan contra cualquier amenaza a la vida y nos ponen en condición de pelear o de huir.
La muerte es una ineludible realidad biológica que hemos convertido en un problema filosófico y metafísico
Quien haya visto su vida amenazada, sabrá que en ese momento no existe ningún otro impulso que no sea el de salvar el pellejo.2 Aunque quizás el instinto de protección de las crías —muchos padres sentimos que somos capaces de dar nuestra vida por la de nuestros hijos— sea más fuerte que el instinto de supervivencia en algunas especies.
Desde los inicios de la humanidad, o antes, nuestros antepasados peludos debieron enfrentarse a esa visita indeseable que llegaba sin invitación y tomando la forma de los dientes y las garras de un depredador, de una enfermedad, de una piedra o un rayo que caía sobre algún desafortunado, o incluso de la mano —armada o desnuda— de otro homínido que deseaba arrebatar un fruto o un pedazo de carne, o que disputaba derechos territoriales o una hembra. El cuerpo inerte de un miembro del clan, y su inexplicable rigidez y ausencia, debieron haber sido un absoluto enigma para ese hombre primitivo.
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Y la cosa no ha mejorado mucho desde entonces: nadie sabe cómo es la muerte, qué pasa después de ella. Quizá sea por ello que resulta tan inquietante, un terreno desconocido, incierto. Quienes la conocen —si es que hay algo que conocer— no pueden ya describirnos la sensación, el supuesto viaje, los parajes del «más allá», si es que existen.
¿Se trata de la pérdida de la conciencia, del ser individual? ¿De verdad entra uno a un túnel en cuyo final se encuentran los seres queridos que «se nos han adelantado»?
¿Llegamos a lugares infinitamente bellos o terribles, regidos por entidades superiores a nosotros: Anubis, Hades o Plutón, Kali o Mictlantecuhtli?
Tal vez esta incertidumbre haya sido el combustible para la nave de la imaginación, que durante siglos ha concebido paraísos e infiernos, y buscado fórmulas para alcanzar la inmortalidad física o del alma —esa esencia incorpórea de existencia no comprobada que, según se dice, sobrevive al cuerpo físico—. Casi todos los seres humanos tememos al vacío, a la soledad, al silencio y a la oscuridad, y por ello nos hemos negado a creer que todo termina al exhalar el último aliento.
La muerte de otros
Do you know how pale and wanton Thrillful Comes death on a strange hour Unannounced, unplanned for Like a scaring over-friendly guest You’ve brought to bed…3 «¿Sabes cuán pálida, caprichosa y escalofriante llega la muerte, en una hora extraña, sin anunciarse, sin hacer planes, como un huésped horrible y encimoso que hubieras llevado a tu cama…?»
The Doors, «The Severed Garden»
La muerte, aunque inevitable, es dolorosa, tanto para
el que muere como para quienes sobreviven. Los avances de la medicina han hecho que a veces olvidemos nuestra mortalidad y veamos como extraño e injusto ese proceso natural —incluso se han creado disciplinas como la tanatología para ayudar a los deudos con su duelo.
Paradójicamente, quienes se van —y lo decimos como si tuviéramos la certeza de un tránsito con un destino final— se convierten en intercesores ante entidades superiores, y en protectores ante circunstancias de peligro o desasosiego.
Conservamos fotos de los muertos, e incluso hablamos mentalmente con ellos. Es como si negáramos su ausencia o quisiéramos que, de alguna manera, siguieran «por ahí», rondándonos, pendientes de nosotros.
Las otras muertes
And I danced and I pranced and I sang with them All had death in their eyes Lifeless figures, they were undead, all of them They had ascent from hell…4 «Y yo bailé, di cabriolas y canté con ellos / tenían todos la muerte en sus ojos / figuras sin vida, eran no-muertos todos ellos / habían ascendido del Infierno…»
Iron Maiden, «Dance of Death»
Uno de los simbolismos más evidentes de la muerte es el del sacrificio; es decir, la muerte ritual de animales
y humanos para honrar a entidades que determinan
los sucesos que afectan a los vivos.
Muchas religiones practicaban el sacrificio de bueyes y otros animales, incluso hombres —algunos se ofrecían voluntariamente, otros no tanto— para apaciguar la ira de sus dioses.
Y ni qué decir de los corazones tlaxcaltecas ofrendados a Huitzilopochtli.
En la Biblia, Yahvé le pide a Abraham que sacrifique a su hijo como una prueba de fe —al final, perdona la vida del niño—, mientras que el cristianismo está basado en el sacrificio voluntariamente aceptado de Jesús, en su muerte y su resurrección.
La muerte también es un castigo. Desde la Antigüedad, muchos reyes y jefes militares aseguran la lealtad y sumisión de su gente administrando penas capitales, algunas de ellas precedidas de espantosos tormentos.
La mente eterna
La idea de que la muerte no representa el final del camino es, según los expertos, eje de un «arsenal secreto» de defensas psicológicas diseñadas para contener la ansiedad que la idea
de finitud provoca; incluso aquellos que afirman no creer en un «algo» después de la muerte proyectan su propia conciencia después de la vida. Así, según expertos del estudio del cerebro humano, el concepto de «eternidad mental» es más que un simple producto de la inspiración religiosa, más que una zona de confort emocional: es función natural del hipotálamo buscar respuestas por medio de causas y efectos.
Lee acerca de la muerte cerebral.
Pareciera que, ante lo inexorable de la muerte orgánica, los hombres nos consolamos con la esperanza de la trascendencia.
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