Por José Pablo Guerrero Sierra
Lo sabemos desde pequeños: cuando alguien nos hace cosquillas es inevitable que nos dé risa, a veces incluso un golpe involuntario —a menudo merecido— hacia la persona que, en su juego, en realidad nos causa un malestar.
Un estudio de la Universidad de Tubinga, en Alemania, reveló que cuando escuchamos un chiste o nos hacen cosquillas, se activa la Cisura de Rolando —una hendidura que se encuentra en la parte superior del cerebro—, la cual interpreta todo aquello que «nos causa risa».
Por su parte, Sarah-Jayne Blakemore, investigadora del Instituto de Neurociencia Cognitiva del University College de Londres, asegura que, cuando alguien nos hace cosquillas, se activan dos zonas cerebrales: el córtex somatosensorial, que interpreta el tacto, y el córtex cingulado anterior, que procesa el placer; lo curioso es que no respondemos igual si intentamos hacernos cosquillas a nosotros mismos, que si alguien más lo hace.
En ese estudio se encontró que las cosquillas activan el hipotálamo, zona del cerebro que contiene nuestros instintos más básicos, como el de huir del peligro.
Los científicos piensan que «la risa» es una manera de mostrar sumisión ante quien nos «somete»; «riendo», el cuerpo pide que termine el «ataque», pero en realidad, lo que sentimos es pánico.
Cabe mencionar que la palabra «cosquilla» significa «excitación nerviosa que se experimenta en ciertas partes del cuerpo cuando son tocadas por otra persona»; y su origen etimológico no es preciso pero se dice que proviene de la voz expresiva ‘kosk’, tal vez onomatopeya del chasquido para provocar risa.
Como dijo Francis Bacon: «las cosquillas son siempre dolorosas y no bien soportadas»; es decir, causan una respuesta de huida, aunque parezca de risa.