Luego de la guerra más devastadora de la historia, con más de 80 millones de víctimas mortales y ciudades enteras destruidas de Londres a Tokio y de Leningrado a Manila, el orden internacional eurocéntrico había colapsado y dos superpotencias emergentes, antaño aliadas, proponían sendas soluciones para el mundo de posguerra. Enfrentadas geopolíticamente y con ideologías del todo irreconciliables, la totalitaria y comunista Unión Soviética y los democráticos y capitalistas EE.UU. estaban destinados a competir por la hegemonía global durante la segunda mitad del siglo XX.
No había terminado la guerra cuando aquella alianza aparentemente «antinatural» entre los países capitalistas por excelencia, los EE.UU. y el Reino Unido, baluartes del imperialismo, y el experimento marxista-leninista, la Unión Soviética, ya mostraba tensiones. Primero, por las diferencias en la estrategia para derrotar a la Alemania nazi y, casi de inmediato, por lo que sucedería con todos los pequeños Estados de Europa oriental, poco dispuestos a favor de la URSS, pero que acabarían junto a sus fronteras, ocupados por sus tropas o incluidos en su esfera de influencia. Al momento de la conferencia de Yalta, por lo pronto, los «Tres Grandes» optaron por la cooperación, mas las preguntas por la posguerra seguían abiertas.
En palabras del historiador John Lewis Gaddis:
Independientemente de los triunfos de la Gran Alianza en la primavera de 1945, su éxito había dependido siempre de la consecución de objetivos compatibles por sistemas incompatibles. La tragedia fue que la victoria requería que los vencedores dejaran de ser quienes eran o renunciaran a mucho de lo que esperaban obtener peleando la guerra.
Un nuevo orden bipolar
El Imperio británico, en quiebra y agotado, pasaría a segundo plano, mientras que los EE. UU. y la URSS, ambas nacidas de revoluciones, con aspiraciones ideológicas universales y hasta entonces potencias continentales relativamente aisladas, tendrían que reinventarse como superpotencias globales. Según Gaddis, mientras que Stalin pretendía «la seguridad para él mismo, su régimen, su país y su ideología, en ese orden», los EE. UU. aprendieron que no podían ser modelo para el mundo manteniéndose al margen de éste.
Ambos países examinaron las lecciones de la guerra que estaba terminando y las causas que la provocaron y, en consecuencia, idearon doctrinas de seguridad nacional. Los EE. UU.,
para evitar otro Pearl Harbor, insistieron en: absoluta supremacía militar global en aire y tierra, monopolio de armas nucleares, fuerte presencia en Asia-Pacífico y Europa occidental y absoluta en América, una red de bases y alianzas regionales alrededor del mundo, compromiso multilateral activo y, sobre todo, una reconfiguración del globo a partir del libre comercio.
La URSS, temiendo una nueva invasión, devastada y empobrecida, quería compensar el desproporcionado precio de su victoria. Consciente, sin embargo, de la patente superioridad tecnológica y económica de los EE. UU., buscó un delicado balance entre taponar sus fronteras con vecinos amistosos o títeres, mediante la expansión, y mantener buenas relaciones con sus antiguos aliados, consiguiendo un prestigio internacional del que había carecido hasta entonces.
El enfrentamiento comenzó muy pronto, cerca de las fronteras de la URSS, por lo que el presidente Truman, siguiendo las ideas del diplomático George Kennan, anunció una doctrina de contención geopolítica e ideológica del comunismo mediante el apoyo militar a Grecia y Turquía, y la ayuda económica a socios y aliados potenciales. Stalin respondió prontamente imponiendo gobiernos comunistas en Europa del Este, bloqueando Berlín y obligando a sus satélites a no aceptar la ayuda estadounidense.
Mientras, Europa, un tanto por miedo y otro tanto por intereses comunes, hallaron la manera de crear un orden adecuado de posguerra, diseñado para «mantener cerca a los americanos, lejos a los rusos y sometidos a los alemanes». Así, los miles de millones de dólares del Plan Marshall, la presencia de las fuerzas armadas estadounidenses, el marco económico de Bretton Woods, la alianza militar de la OTAN y la naciente Comunidad Económica Europea —antecesora de la Unión Europea— cimentaron la futura prosperidad democrática de la mitad occidental del continente.
En Asia, en cambio, la Guerra del Pacífico demolió el orden colonial europeo, vacío que permitió el surgimiento de movimientos e insurgencias nacionalistas, que poco a poco hallaron cómo explotar el oportunismo soviético y el activismo estadounidense. Si bien Japón se recuperó milagrosamente y se reinventó como potencia democrática, el país más populoso del mundo, China, se volvió comunista y se alió con la URSS.
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