Las personas somos finitas. Si no fuera así, uno sería cualquier persona: nadie, en realidad. Podríamos repetirnos, una y otra vez, y errar y acertar, sin la conciencia de que cada uno de nuestros actos podría ser el último.
Si unas personas murieran, y otras no, entonces sí, la muerte sería motivo de aflicción.
La Bruyère, 1688
El hombre es un ser finito. Si no fuera así, uno sería cualquier persona: nadie, en realidad. Podríamos repetirnos, una y otra vez, y errar y acertar, sin la conciencia de que cada uno de nuestros actos podría ser el último. Tendríamos toda la vida para saber si nuestras decisiones han sido correctas, y quizá todo —desde lo grotesco hasta lo bello; desde lo grave, hasta lo verdadero; las experiencias, la gente, las cosas, el ingenio, el equilibrio…— tendría menos valor a la luz de nuestra infinitud.
En el cuento Los inmortales, Borges describe a estos hombres como trogloditas con piel gris, de barba negligente: devoradores de serpientes, incapaces de hablar, y a la Ciudad de la Inmortalidad, como un sitio perdido entre «infatigables espejos». Dice él que, además, en cierto sentido, todas las criaturas —excepto el hombre— son inmortales porque ignoran la muerte. Yo, en cambio, pienso en ella todos los días —creo que desde que me levanto— y es, quizá, una de mis pocas certezas.
Aquí me deshago del tono solemne, y abro paso al dato insólito: pues resulta que no todos los seres que habitan el planeta son mortales. El ciclo biológico —nacer, crecer, reproducir y morir— no es el mismo en todas las especies. Algunas de ellas, incluso, son capaces de aumentar su longevidad a partir de determinados mecanismos biológicos o sociales y, aunque suene a ficción, sí hay criaturas eternas, como las llamadas «medusas inmortales», que se reproducen de manera asexual en un ciclo infinito. Así que si usted es de los que quiere llegar a los 100, le recomiendo hacer sus anotaciones.
La mayoría de lo que sabemos sobre este tema proviene de estudios de especies de vidas cortas, como las moscas de la fruta y los ratones. Éstos han demostrado que, en general, los animales más grandes viven más tiempo que los animales pequeños —en promedio, un ratón vive dos años, mientras que una ballena franca llega a vivir hasta 200— y que alterar un simple gen puede alargar la vida de ciertas especies.
Rata topo lampiña
Esta especie —propia de lugares como Etiopía, Kenia y Somalia— vive 5.3 veces más de lo que esperado con respecto a su talla. Aunque no se sabe a ciencia cierta por qué, los científicos sugieren que esto sucede, en parte, porque viven en comunas bajo la superficie terrestre, lo que fortalece su sistema inmune, y los protege del Sol y los roedores.
Murciélagos
Se dice de ellos, que pueden vivir hasta 41 años, gracias a que se exponen muy poco a las radiaciones UV. Otra razón, es debido al tiempo que pasan en hibernación y, según los científicos, también a la forma particular de sus proteínas. Éste es también el caso de las almejas, las cuales llegan a vivir hasta más de 400 años.
Langosta americana
Los estudios han demostrado que su extrema longevidad —pueden vivir hasta 100 años— se debe a la telomerasa, una enzima responsable de la reparación de ciertas secciones del ADN. Las altas concentraciones de telomerasa en este crustáceo, le otorgan la habilidad de reconstruir células y partes de su estructura, que han sido dañadas por la edad.
Medusas
Las medusas son la fase reproductiva de los pólipos de los hidrozoos, y en general, liberan huevos y esperma. Aunque las medusas normales mueren después de la reproducción, existe una variedad, la turritopsis dohrnii que, al enfrentarse a condiciones adversas como daño físico o hambre, en lugar de morir, se hunde hacia las profundidades. Pero como su caso rompe las reglas biológicas universales, y se trata de una excepción tan compleja como interesante, las «medusas inmortales» merecen, por supuesto, una columna aparte.
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