Ahora nos preguntamos, por medio de anécdotas cotidianas, qué representan en nuestra vida y por qué, a pesar de que la crisis pareciera extinguir su generosidad cada año, seguimos necesitando de su presencia.En esta egregia revista ya hemos publicado que los icónicos Reyes Magos no eran tres, ni reyes y mucho menos magos. En los Evangelios se dice que llegaron buscando al «rey de los judíos» y que venían de Oriente, pero jamás se indica su número ni cómo eran, es más: ni siquiera si todos eran hombres.1 Ahora nos preguntamos, por medio de anécdotas cotidianas, qué representan en nuestra vida y por qué, a pesar de que la crisis pareciera extinguir su generosidad cada año, seguimos necesitando de su presencia.
Noche del 5 de enero, México
Millones de niños aguardan nerviosos la llegada de los «omnipresentes» Reyes de Oriente y, por lo mismo, no pueden conciliar el sueño. Al final aceptan acostarse bajo la perpetua amenaza de «No te van a dejar nada si no te duermes»; pero aún bajo las cobijas siguen «con el ojo pelón», inquietos, impacientes, de saber si su carta fue recibida a tiempo o si su comportamiento repercutirá en sus regalos como también advierten los mayores: «Te van a traer un pedazo de carbón por lo mal que te has portado».
Hasta los años 70 del siglo XX, en muchas casas mexicanas no llegaba «ese gordo horrible extranjero del Santa Claus» —como lo describían los papás para desafanarse de los gastos que podía representar si «se creía en él»— sino el niño Dios, y como éste era pequeño y delicado, su regalo navideño era simbólico, muy modesto.En cambio, los Reyes Magos, al ser tres y venir cada uno en un animal de carga, debían ser más generosos… en teoría.
Pero, ¿cómo y cuándo surgió esta costumbre?
Recibir regalos de los Reyes Magos
Esta «tradición» es reciente, pues no se registran evidencias de esta costumbre antes del siglo XIX y se limita a países de ascendencia latina. En origen, cada personaje entregaba regalos muy simples: Gaspar era el encargado de repartir golosinas, miel y frutas; Melchor dejaba zapatos o ropa y a Baltasar le tocaba la peor parte, pues él debía «castigar» a los niños malcriados dejándoles carbón o leña. Para sustentar esto, se decía que los Magos se valían de duendes que estaban al tanto del comportamiento de los niños todo el tiempo.
En aquel entonces, para recibir los regalos, era requisito que los niños dejaran sus zapatos a la intemperie, muy limpios y junto a ellos colocaran agua y alimento para los animales: cacahuates para el elefante, hierba y paja fresca para el caballo y el camello.
La carta
Con el tiempo y la comercialización de las fechas navideñas, se agregó la opción de que los niños enviaran una carta y este «pequeño detalle» ha sido el responsable de la felicidad o la desgracia de millones de infantes que se la pasan «con el 6 de enero en la boca».
Si los Reyes traían justo lo que se había pedido, se confirmaba su cualidad de magos, pues uno como niño pensaba: «¿Cómo hicieron para adivinar justo lo que quería?». Si no, se hacía un fugaz examen de conciencia: «Claro, se enteraron de todo lo que hice. Antes me trajeron algo».
Uno, como niño, no entendía por qué, si el regalo era algo «elaborado por seres mágicos», traía una etiqueta de una tienda departamental donde, incluso, podías cambiarlo si salía defectuoso o «no te quedaba».
Aquí entra uno de los episodios más deplorables de cualquier infancia, ¿quién no se sintió desolado al recibir chalecos, suéteres, chamarras y calcetines en lugar de los flamantes juguetes que ya se habían «paladeado» durante todo un año?
No contentos con esa tragedia, los padres ahí mismo ordenaban: «Pruébatelo, para tomarte fotografías con cada una de las prendas». Además, la mayoría era ropa tejida con unos colores y diseños deprimentes. Triste, pero ¿cuál frío?
Cuando los papás no podían acceder a la carta —cuántos no colgamos «nuestros más profundos deseos» a un globo que se perdió en la estratósfera—, intentaban desentrañar qué deseaban sus hijos por medio de tíos, primos y demás familiares que tuvieran a la mano. Y si esto no era posible —o la realidad económica no ayudaba—, recurrían al ingenioso recurso de dejar un papelito con la leyenda «Vale por…», para que el niño eligiera el regalo de su preferencia que luego era «canjeado» en alguna tienda o juguetería: «¡Sí que son mágicos estos Reyes! ¡Su sola firma vale igual que el dinero!».
La hora de la verdad
Tal vez lo más difícil de ser un buen Rey Mago es encontrar «el momento adecuado» para revelarle a los hijos que uno, simple padre de familia, tiene una doble filiación, como Batman: «Yo soy la noche… La noche tronándome los dedos para conseguir tus regalos».
1 v. Algarabía 52, diciembre 2008, Id e a s: «Notas navideñas»; p. 77.
Te invitamos a leer el texto completo en Algarabía 123