En 1907 el pintor guanajuatense Diego Rivera llegó a Europa, donde permanecería de forma casi ininterrumpida hasta 1920.
Su obra en esta etapa es abundante, poco conocida y, sobre todo, asombrosa por su búsqueda en diversos estilos y vanguardias, por su contenido personal y la finura de su técnica. Éste es el periodo en que nuestro Diego, el muralista, el indigenista y el comunista se gestaba a sí mismo.
Diego Rivera consiguió ir a Europa gracias al gobernador de Veracruz, Teodoro Dehesa, quien patrocinó el viaje y le otorgó una pensión para estudiar y pulir su obra, con la única condición de que enviara muestras de sus cuadros para evaluar sus avances.
Así es como Diego llega primero a Madrid, donde convive con intelectuales de diversas disciplinas y estudia el trabajo de Velázquez, entre otros, el cual se ve reflejado en sus obras más tempranas, por ejemplo: Paisaje de Ávila —es oscuro como Goya e indefinido como El Greco—.
Estos cuadros todavía tienen un aire académico y conservador que para Rivera no es suficiente y, aconsejado por su maestro Eduardo Chicharro, parte hacia París.
Una mañana de 1909
A su llegada a la capital francesa, Diego se instala en Montparnasse, el barrio bohemio por excelencia donde la vida intelectual, las vanguardias y la pobreza impulsan a los jóvenes a crear. Luego hace un breve viaje a Londres, donde se enfrenta por primera vez a una urbe industrializada que años después fue motivo de inspiración.
Entonces su trabajo se vuelve más oscuro, personal y simbolista, como en Retrato de Angelina Beloff —quien para entonces era su mujer y a quien había conocido en Brujas.
Un año más tarde volvería a México —la única vez que regresó durante este periodo— para exponer el trabajo realizado en España y Francia, para la celebración del Centenario de la Independencia. Las salas de la Academia abrieron sus puertas al público, irónicamente, el 20 de noviembre de 1910.
Gracias a esta muestra, Diego ganó fama y dinero para poder regresar a París; mientras que, por su parte, sus antiguos compañeros de San Carlos —José́ Clemente Orozco, el Dr. Atl, Saturnino Herrán y Francisco Goitia, entre otros— organizaron una exposición contestataria en la que ya se anunciaba un arte netamente mexicano que contrastaba con lo que entonces pintaba Rivera.
Querida, he vuelto
De regreso en París, Rivera solidifica su relación con Angelina y su trabajo. Convencido de la necesidad de encontrar su camino, incursiona en el puntillismo —Montserrat. Paisaje de Cataluña— y el divisionismo.1
Tras estudiar al Greco en Toledo y a Cézanne en París, se aproxima a lo que será su trabajo cubista con un lenguaje más personal.
En las afueras de Toledo es una obra donde se aprecia cierta geometrización del espacio y en la que prevalece el «toque Greco»; en cambio, en Paisaje de Toledo las líneas de la arquitectura le permiten la simultaneidad de planos y puntos de fuga que resaltan más el espacio que el tiempo, se trata de un divisionismo más futurista que cubista.
Revolución de lejos
Rivera no era el único exalumno de la Academia de San Carlos en París. Ahí estuvieron también Ángel Zárraga, el Dr. Atl, Roberto Montenegro, Ernesto «el Chango» Cabral y el pintor aristócrata Adolfo Best Maugard persiguiendo el mismo sueño. Mientras en México tenía lugar la Decena Trágica que derrocó al presidente Madero, Diego entraba en uno de los periodos más productivos y de mayor calidad en su obra de caballete.
En 1913 pinta el monumental Retrato de Adolfo Best Maugard en el que muestra un contraste estilístico entre los tres planos que lo conforman: el fondo tiene un espíritu futurista —trenes, máquinas, chimeneas, fábricas— que proyecta velocidad y progreso; el plano frontal, mucho mejor definido, queda por encima de la urbe; un barandal lo separa de aquel mundo al que Best Maugard no pertenecía; los acentos rojos en el barandal, los guantes y unos banderines unen los tres planos y crean sentido de unidad.
Más tarde, al conocer a Juan Gris, Diego Rivera empieza a incorporar elementos de collage y de textura a su obra; emplea fragmentos de sarapes de Saltillo para hacer patente su mexicanidad, lo cual aporta un colorido poco acostumbrado entre los cubistas.
Refugiado en España a causa de la I Guerra Mundial, Diego pinta Paisaje zapatista inspirado en la noticia de la entrada de Pancho Villa y Emiliano Zapata a la Ciudad de México.
Es una obra culminante del cubismo sintético de Rivera, y en ella se aprecian tanto abstracción como elementos reconocibles y simbólicos, planos coloridos superpuestos a planos neutros y narrativos, todo equilibrado a partir del fusil y las direcciones marcadas por los cortes horizontales.
Rivera denomina a esta técnica «cubismo rotativo», y la hace presente en dos piezas más: El arquitecto (1915) y Retrato de Ramón Gómez de la Serna (1915).
Córtalas para siempre
De nuevo en París, donde el crítico de arte Maurice Raynall lo equipara con grandes maestros como Severini, Metzinger y Gris, califica a las obras de estos artistas como «cubismo cristal».
Rivera empieza a elaborar teorías sobre el problema de la cuarta dimensión y los dominios superiores de la conciencia plástica y el espacio.
Estas innovadoras ideas crearon una gran tensión entre él y Picasso, pues éste no podía soportar que se le «adelantaran» —a esto se le sumó el inoportuno parecido entre las obras Hombre apoyado en una mesa, del español, y el Paisaje zapatista de Diego—. La pintora rusa Marevna, quien se había hecho amante del pintor mexicano, cuenta cómo Rivera se quejaba de la intromisión de Picasso en su taller, hasta que un día le impidió el paso y lo amenazó con partirle la cabeza con su bastón mexicano.
Al año siguiente una terrible discusión con el crítico de arte Pierre Reverdy, quien acusa a Rivera de incluir en sus cuadros temas sobre la Revolución Mexicana que, según él, quebrantaba los «cánones» del cubismo, lo insultó de todas las maneras posibles y el episodio terminó casi en un duelo.
A partir de ese momento Diego Rivera fue persona non grata en los círculos intelectuales y bohemios de París; su enojo lo hizo romper el contrato de exclusividad con la galería de Léonce Rosenberg.
De regreso a las bases y el nuevo rumbo
La historia del mexicano en París había concluido. El episodio con Reverdy, la muerte de su hijo, el deterioro de su matrimonio con Angelina y su relación con Marevna lo hicieron cortar con todo; en 1918 abandonó para siempre al cubismo y retomó lo que había hecho recién llegado a París: estudiar a Cézanne; pronto entendió su estructura constructivista y pintó El matemático.
Durante ese lapso sus ideas comunistas y simpatías por el triunfo de la revolución bolchevique, el fin de la I Guerra Mundial, el estado del pueblo mexicano y su deteriorada relación con los artistas franceses, se convirtieron en la motivación que Rivera necesitaba para tornar los ojos hacia su patria; el camino estaba claro en su mente.
Los últimos meses los pasó en Italia estudiando los frescos y el arte público. Un año más tarde, en 1921, ya instalado en México, Diego Rivera pintaría su primer mural en el anfiteatro Simón Bolívar.
Aquel Diego íntimo, personal, bohemio de Montparnasse, el amable gigante, el «tierno caníbal» —como lo llamaban sus amigos— jamás regresó de París. Los críticos y estudiosos no lo toman como referencia del cubismo, pero su obra habla por él. Aunque jamás haya vuelto a ser vanguardista es, sin duda, el más grande de los pintores mexicanos.
1 El divisionismo es una técnica pictórica en la que se fragmenta la imagen para crear una idea espacio-temporal; no es una corriente en sí misma, sino herramienta de corrientes como el puntillismo, el cubismo analítico, el futurismo, etcétera.