Todo eso es un marrullero. Se trata de una persona astuta y con malas intenciones, si nos atenemos al drae; y aún más, es alguien que finge amabilidad o debilidad para conseguir lo que desea, según el Diccionario del uso del español de María Moliner.
Esta palabra se origina en el Siglo de Oro español. Es el cruce de dos términos: arrullar, en el sentido de «mecer a un niño», dice el diccionario etimológico de Corominas; y maullar, para referirse a los gatos, que tienen fama de sagaces y cautelosos.
La usó Miguel de Cervantes en el siglo xvi, y también Félix María de Samaniego, en el xviii, en su fábula «El lobo y la oveja», para ilustrar a un personaje típicamente tramposo:
¿Agua quieres que yo vaya a llevarte?
Le responde [al lobo] la oveja recelosa.
Dime pues una cosa:
¿Sin duda será para enjuagarte,
[…] y tragarme después como a un pollito?
Anda, que te conozco, marrullero.
En el siglo xix la sigue usando Leopoldo Alas Clarín en su novela más famosa, La Regenta (1884-1885), donde hace precisas descripciones de la naturaleza humana:
¿Cómo aquel socarrón, marrullero, siempre alerta, se había dejado llevar de aquel arrebato? No había tal cosa. Estaba muy sereno. Bien sabía su papel. Su propósito era agradar a don Álvaro, por causas que él conocía.
Con el tiempo, el término —que no la gente con esa «cualidad»— fue desapareciendo del habla cotidiana. Pero de un tiempo a la fecha, los cronistas deportivos, sobre todo los de futbol, lo han retomado para describir a jugadores que recurren a «pequeñas» artimañas con el fin de distraer al rival —un discreto patadón— o al árbitro —tirarse en el área de gol con el fin de conseguir un penalty— y obtener el ansiado triunfo en un partido.
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