Muertos que regresan del más allá, fantasmas, demonios, mujeres hermosas y almas en pena, aparecidos en calles, casas y callejones de ciudades coloniales como guanajuato, morelia, puebla, la ciudad de méxico y sus barrios —coyoacán, tlalpan, san ángel, azcapotzalco, etcétera— son los personajes y los escenarios de las leyendas de la colonia y algunas previas a ésta. ¡Ay, mis hiiijos!
Todos hemos escuchado estos relatos basados en investigaciones o consultas en antiguos y carcomidos documentos de apolillados anaqueles situados en los archivos de Indias de Sevilla. Quizá se les ha agregado un poco de fantasía, algo de sabor para evitar lo frío, lo macabro y amargo de un relato, pero sin desvirtuar el motivo original. Repasemos, a vuelo de pájaro y sin entrar en detalles, algunos de ellos.
DE LAS APARECIDAS
La Llorona
Ésta es la más famosa leyenda mexicana. Existen varias versiones, pero la más popular relata que, a mediados del siglo XVI, los habitantes de la ciudad de México se refugiaban por las noches en sus hogares, pues afirmaban que oían los lamentos de una mujer que andaba por las calles de la antigua Tenochtitlan —de ahí su nombre, «La Llorona».
Otras versiones dicen que la leyenda es de origen mexica y que, cercano el tiempo de la Conquista, la diosa Cihuacoatl, vestida con ropas de cortesana precolombina, gritaba: «¡Oh, hijos míos! ¿Dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?», y auguraba los eventos terribles que vendrían.
Un relato distinto cuenta la tragedia de una mujer codiciosa que, al quedar viuda, pierde su riqueza y, como no soporta la miseria, ahoga a sus hijos y, después, muere, por lo que es condenada a regresar del más allá a penar por sus crímenes.
Una versión más cuenta que esa mujer había sido asesinada por su marido y se aparecía para lamentar su muerte y proclamar su inocencia. ¿Usted cuál versión conocía?
El fantasma de la monja
En pleno virreinato, una jovencita de nombre María de Ávila se enamoró de un mestizo llamado Arrutia, que pretendía, como siempre sucede, casarse con ella para hacerse de su fortuna. Evidentemente, sus hermanos se opusieron al romance; decidieron ofrecer dinero al hombre con la condición de que se fuera lejos de la ciudad y enclaustrar a doña María en el antiguo convento de la Concepción —que hoy estaría en la esquina del Callejón del 57 y Belisario Domínguez—.
Durante su estancia vivió acongojada y deprimida rezando por su amado, hasta que una noche no soportó más la ausencia y se ahorcó en un árbol de duraznos en el patio del convento. Fue enterrada en el cementerio del lugar y, un mes después, el fantasma de doña María comenzó a aparecerse todas las noches reflejándose en las aguas de la fuente. La horrible visión continuó hasta que se prohibió a las monjas salir a la huerta después de la puesta del sol.
DE PUENTES, CALLES Y CALLEJONES
El Callejón del Beso
Esta romántica leyenda cuenta que en las sinuosas calles de Guanajuato, doña Carmen era cortejada por un apuesto joven de nombre Luis. Al ser descubiertos por su padre —un hombre intransigente y violento—, la amenazó con enviarla a un convento y casarla en España con un anciano de la nobleza. El astuto enamorado decidió comprar a precio de oro la casa situada frente a la de su amada, pues, gracias a la angostura del callejón, podrían hablar desde ahí y juntos resolver el problema.
Apenas unos minutos habían transcurrido del primer encuentro amoroso, cuando apareció el padre de doña Carmen con una daga en la mano, que clavó de un solo golpe en el pecho de su hija. La mano de la joven seguía entre las de su enamorado, pero cada vez más fría. Antelo inevitable, Don Luis dejó un beso sobre aquella mano pálida, ya sin vida. Desde entonces, la calle es el famosoe inconfundible Callejón del Beso.
La Calle de la Quemada
Durante el siglo XVI, la ciudad de México recibió a Don Gonzalo Espinosa de Guevara y a su hermosa hija, doña Beatriz, de 20 años de edad. Don Martín de Scópoli, marqués italiano, se enamoró de ella y decidió plantarse a mitad de la calle donde habitaba para cerrar el paso a sus pretendientes, a quienes lastimaba o asesinaba. Aunque doña Beatriz amaba a don Martín, se culpaba por tantos muertos, así que decidió terminar con su belleza para evitar más decesos y heridos.
Así, un día que su padre había salido de casa, se sacó los ojos, incendió su alcoba y se quemó el rostro. A pesar de ello, don Martín no se espantó al ver su cara carbonizada, sangrienta y desfigurada, le dijo que la seguía amando y le propuso matrimonio. En la boda, ella se cubrió el rostro con un tupido velo blanco, pero cada vez que salía con su esposo, lo ocultaba tras uno negro. A partir de entonces, la calle donde vivió se llamó De la Quemada, actualmente 5ª Calle de Jesús María.
La Calle del Puente del Clérigo
Esta leyenda sí que es lúgubre y espeluznante. Se dice que, en 1649, el sacerdote Don Juan de Nava vivía con su sobrina Doña Margarita Jáuregui, quien se enamoró de Don Duarte Zarraza, un portugués de buena presencia. Don Juan investigó el pasado de ese caballero y descubrió que tenía una vida disipada, por lo que le prohibió a su sobrina continuar con el noviazgo y al joven acercarse a la casa y al puente cercano.
Una noche, don Duarte fue a casa de su amada para convencerla de escapar juntos, cuando vio a don Juan caminando por el puente. El caballero se dirigió hacia él, discutieron y le clavó un puñal en la cabeza. El sacerdote cayó muerto y el portugués lo tiró al agua.
Pasado el tiempo regresó por doña Margarita y, una noche, al caminar por aquel puente hacia su casa, desapareció. Al día siguiente amaneció muerto, tenía una mueca de terror y rodeaban su cuello las manos de un esqueleto sucio que vestía sotana. Debido a esta leyenda, a la calle que después se formó sobre el puente se le llamó La Calle del Puente del Clérigo, aunque más tarde se renombró como 7ª y 8ª de Allende.
La Calle de don Juan Manuel
Como nunca pueden faltar las historias de maridos celosos, aquí está la de un tal don Juan Manuel. Según la leyenda, este hombre, receloso de los devaneos de su joven y bella esposa, acostumbraba pedir la hora a cuanto peatón pasaba por su calle justo a las 11 de la noche y, cuando éstos le respondían, él, daga en mano, se iba contra ellos, al tiempo que recitaba: «Afortunado aquel que conoce la hora de su muerte».
Así continuó día tras día hasta que asesinó a un sobrino muy querido, por lo que, triste y lleno de remordimientos, acudió a un convento franciscano para confesarse y obtuvo como penitencia rezar diariamente un rosario a los pies de la horca de la localidad, a las 11 de la noche.
Cada vez que don Juan Manuel iba a cumplir su penitencia, escuchaba o veía hechos sobrenaturales que auguraban su muerte y le impedían rezar. El sacerdote le ordenó que acudiera a la horca para cumplir su penitencia y completara al menos un rosario en la tercera noche, para absolverlo de sus pecados. Nadie sabe lo que sucedió, pero, a la mañana siguiente, don Juan Manuel apareció ahorcado. Se rumoró que lo hicieron los ángeles, aunque también se dijo que fue un acto del Diablo; muchos aseguraron que habían visto a un personaje en la calle de la casa de don Juan Manuel —hoy 4ª Calle de Uruguay—, a las 11 de la noche, pidiendo la hora y blandiendo un acero.
DE SEÑORES DIVINOS Y OTROS NO TANTO
El Señor del Veneno
Leyendas como ésta —casi todas sucedidas en el siglo XVI— son muy peculiares y de tradición popular. En la que nos ocupa se afirma que don Fermín de Anduela, un hombre rico y muy estimado por la gente, diariamente iba a misa a rezarle a un gran crucifijo, le besaba los pies y depositaba unas monedas de oro en el plato petitorio.
Según los rumores, otro adinerado señor, Ismael Treviño, envidiaba profundamente a don Fermín. Por ello lo envenenó con una sustancia de efecto paulatino que incorporó a un pastel de hojaldre, el cual le había hecho llegar con el embuste de que era un obsequio de un concejal amigo suyo. Al día siguiente, estando en la iglesia, don Fermín le rezó al crucifijo como de costumbre y, al besar sus pies, éste se ennegreció rápidamente, absorbiendo todo el veneno. Ese Cristo negro se consumió en un fuego espontáneo y fue reemplazado por otro que ahora está en la Catedral de la ciudad de México.
El Señor del Rebozo
Para terminar, tenemos esta historia, en la que se cuenta que en el templo del convento dominicano de Santa Catalina de la Siena —hoy República de Argentina— había un Cristo de madera. A este claustro ingresó una muchacha que se convirtió en sor Severa de Santo Domingo, quien, al ver el crucifijo, quedó conmovida por su triste mirada, su palidez y sus llagas, así que le rezó todos los días durante 32 años, hasta que envejeció y enfermó.
Una noche lluviosa, la monja, preocupada por el Cristo semidesnudo, lo llamó desde su celda para arroparlo y escuchó un suave golpe en su puerta. Al abrir, vio a un hombre envuelto en pocas ropas, a quien ofreció pan mojado en aceite y agua, y lo cubrió con un rebozo de lana. Inmediatamente después, la monja falleció.
A la mañana siguiente, encontraron su cadáver sonriente y oloroso a rosas, y el crucifijo cubierto con el rebozo. Desde entonces, las monjas del convento bautizaron aquel Cristo como El Señor del Rebozo, el cual estuvo expuesto a los feligreses hasta la exclaustración de las monjas.
- Leyendas de seres de ultratumba hay muchas y casi todas convergen en el penar de las almas y el castigo de los pecados cometidos en vida. Por eso siempre será mejor portarse bien y descansar en paz, que tener que regresar, desmembrado y translúcido, a gritar por callejones oscuros: «¡Ay, mis hiiijos!»
Pilar Sicilia y Sicilia ha vivido de cerca las leyendas de México, en crónicas, libros y anécdotas contadas por su nana, Delfina, desde tiempos inmemoriales. Aún ahora recorre algunas calles del Centro Histórico en busca de aquellos fantasmas, cuentos y personajes.