Nadie sabe la cara que tuvo Cervantes y tampoco hay certeza sobre la que tuvo Shakespeare, por lo que El Quijote y Macbeth son textos a los que no acompaña ninguna expresión personal, ningún rostro definitivo, ninguna mirada que los ojos de los demás hombres hayan podido congelar y hacer propia a través del tiempo. Si acaso sólo los que la posteridad ha tenido necesidad de otorgarles, con vacilaciones y
mala conciencia y mucho desasosiego, expresión
y mirada y rostro que seguramente no fueron de Shakespeare ni de Cervantes.
Parece como si los libros que aún leemos nos resultaran
más ajenos e incomprensibles cuando no podemos echar
un vistazo a las cabezas que los compusieron; parece, incluso, como si las facciones de los escritores formaran parte también de su obra. Tal vez por eso, anticipándose, los autores de los últimos dos siglos han dejado numerosos retratos, en cuadro o en fotografía, y tal vez por eso yo he ido desarrollando la costumbre, a lo largo de los años, de coleccionar postales con esos retratos.
Parece
como si nuestro tiempo, en el que nada carece de su correspondiente imagen, se sintiera incómodo ante aquello cuya responsabilidad no puede atribuirse a un rostro.
La colección, hecha sin método y meramente acumulativa, consta hoy de unas 150 imágenes. Son las que estoy acostumbrado a ver, aquéllas con las que estoy familiarizado. Es con estos retratos, y no con otros —quizá mejores o más llamativos—, con los que identifico e identificaré siempre a Dickens, a Faulkner o a Rilke, porque los tengo a mano y a veces los miro […] En este artículo me limitaré a mirarlos una vez más, brevemente, no todos sino unos cuantos, pero ahora con la pluma en la mano.
Sería iluso tratar de extraer lecciones ni leyes, o meros rasgos comunes. Lo único que salta a la vista es que todos son escritores; y por fin artistas perfectos, ya que ahora están todos muertos.
Pero quizá se podría observar que no son demasiados los que se muestran de cuerpo entero, ni siquiera muchos los que enseñan algo más que su cabeza aislada, como si sólo de ella, y no también de sus manos, hubieran salido las palabras por las que los conocemos:
Charles Dickens. De los pocos que aparecen sentados o incluso de pie o echados y dejan ver parcial o totalmente sus cuerpos por lo general inútiles, tal vez sea Dickens el más extraordinario, pese a que sus poses no parecen demasiado estudiadas y tienen mucho de cotidianas. No cabe duda de que el autor posó, pero podría no haberlo hecho. Está sentado y […] lo está del revés en una silla, esto es, a horcajadas. Tiene la mirada ida, pero con coquetería, y es al mismo tiempo una mirada de acero, como si estuviera ante un espectáculo que no le agradara.
En ambos, contra lo esperable, se nos muestra serio, no parece hombre jocoso, ni siquiera alegre, sino un poco respingón y atildado. Sus hijas lo veneran, lo adoran, le aguantan toda manía y toda impaciencia […]
Dickens y la reinvención de la Navidad
Stéphane Mallarmé. Mantiene alzada una pluma que no toca el papel, y
por tanto él sí finge estar escribiendo, pero lo hace muy mal, con su chal doblado sobre los hombros, ante sí la mesita contra un fondo blanco
delator. A diferencia de Dickens, que
logra desentenderse y dominar a la
cámara que lo retrata, Mallarmé no
sólo está pendiente de ella, sino fascinado
y esclavizado.
Para él ese momento es un
momento de eternidad, una representación
confesa y además histórica, la mirada es la
de alguien que ya ha recibido y aún espera
instrucciones con complacencia, es una mirada
de obediencia, gratitud e infantil ilusión. […]
Por eso resulta mucho más realista el óleo que pintó Manet, en el que un cigarro ocupa el lugar de la pluma, y la mano izquierda —que en la foto aguardaba sólo el advenimiento del momento eterno sin saber qué hacer— se esconde en el bolsillo de la chaqueta en un gesto habitual.
Oscar Wilde. Por el contrario Oscar Wilde creyó siempre en ellos y sólo en ellos, y por eso, uno a uno, los va cuidando. Pero su capacidad para engalanarse es tan exagerada que
el disfraz acaba por convertirse en lo más auténtico y en lo descontado, o en lo que menos cuenta. Lo que más preocupa es su propio rostro, y en sus dos retratos Wilde ansía ser un hombre guapo y logra mirar como si en verdad lo fuera: como lo hacen hoy en día los modelos de publicidad.
Lo curioso de las dos fotos es que toda la ironía y
el humor de que estaba dotado Wilde han ido a parar a la vestimenta y están del todo ausentes de la cara, a la que se toma muy en serio. Las fosas nasales demasiado abiertas indican que Wilde está en vilo, conteniendo la respiración. Se trata de un hombre que, pese a todo, está convencido de que la belleza sólo puede venir del rostro y de la expresión.
El escándalo Wilde
Charles Baudelaire. Eso es algo que no parece preocuparle a Baudelaire, quizá porque a él no le es necesario con unos rasgos tan nobles. Mira esquivo con los puños en los bolsillos cuando es más joven y tiene más pelo, y airado o expectante —impaciente— cuando es más viejo y está más calvo. Es un elegante natural, pero ha añadido deliberación, aún más con la edad, y la oreja que en ambas fotos asoma es notable, subraya con su agudeza la intensidad del conjunto, como también los pliegues que se harán arrugas.
La expresión es casi idéntica en los dos retratos, más dura y harta en el segundo, como quien quiere que todo acabe de una vez y está ya ocupándose de lo que no puede estar ni estará en la imagen, de lo que queda fuera de cualquier imagen. Es sobre todo un hombre con prisas, mientras lo retrataban ya ha desaparecido, quizá porque lo que más le interesa no está en su rostro, o no lo tiene.
André Gide. Como antes James, también introduce el pulgar en el bolsillo de su chaleco,
pero el gesto es de muy diferente signo, casi
contrario. En ese Gide joven con barba, capa
y sombrero hay buena dosis de chulería y una
clara predisposición al agravio; en él se ve casi
a un duelista profesional.
Los ojos son tacaños,
huidizos y despreciativos, y toda la figura
—el cuello alzado, la barba, el
decidido paso— está llena de aristas,
es afilada. Casi todo ha desaparecido,
milagrosamente, en la foto de su madurez:
en ella se ve a un individuo comprensivo
y doliente, la dureza sólo perceptible en
los labios tan dibujados y finos y negada
en cambio por las generosas cejas y por
los lentes que suavizan una mirada quizá
aflictiva que parece conmiserativa.
¿Quién entiende a André Gide?
Joseph Conrad. A quien Gide tradujo, se ve muy serio, en butaca, no sabe dónde colocar las manos y por eso una de ellas es puño cerrado y la otra está abierta, cubriéndola y disimulándola. Le preocupa mucho su apariencia, como si fuera un hombre que habitualmente no vistiera tan bien como aquí, es decir, no con la
pulcritud conseguida para la ocasión. Su
retrato se pretende un monumento a la
respetabilidad, por la que tanto se afanan los emigrantes
y los exiliados, que antes de nada deben demostrar que son gente de bien.
La barba está cuidadísima, pero difícilmente podría ser la de un genuino súbdito inglés, con las guías del bigote tan punzantes y esa forma tan picuda y triangular. Los ojos sin pestañas son muy severos, podrían ser los de un hombre justo incubando cólera, alguien inocente a quien se está juzgando. O quizá sean sólo los de un oriental.
William Faulkner. Con la frente arrugada, da la impresión de haber abandonado a regañadientes la idea de pegarle algunos tiros a su inminente yerno para resignarse a verle convertido en tal, pero parece tan reciente el descarte que en la mano izquierda aún se intuye el ademán de quien empuñaría un rifle con serenidad y determinación.
En la segunda foto Faulkner se rasca un brazo en mangas de camisa rodeado de perrillos enanos, pero la imagen carece de toda informalidad, por supuesto de carácter idílico e incluso de apacibilidad: el perfil tan severo como el frente de la primera foto, la nuca bien rasurada, un hombre tímido y aun huraño.
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