Cuando nació mi hija vivíamos en San Jerónimo, en una de esas casas enormes que antes fueron una hacienda con huertas frutales. Mis suegros ocupaban la casa principal y mi esposo, mi bebé y yo una casa de campo construida al fondo del amplio jardín. Desde que nos mudamos teníamos la costumbre de cenar juntos cada noche y ese día no fue la excepción.
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Después de dejar a la bebé plácidamente dormida en su cunita, encendí el micrófono del monitor —que en ese entonces sólo transmitía audio—, cerré la puerta con cuidado y salí rumbo a la casa principal. La cena estaba por terminar cuando escuché a mi hija llorando, todavía no me levantaba del todo para ir a atenderla cuando en la bocina del monitor se escuchó perfectamente un ruido parecido a un tranquilizante arrullo.
—Shh, shh, shh… Shh, shh, shh…
Llegué corriendo de inmediato, abrí la puerta que seguía cerrada con llave y encontré a la niña profundamente dormida, ¡en la casa no había nadie!
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