Se atribuye a Miguel de Unamuno una frase que vista con distancia resulta paradójica: «El mundo está dividido en dos partes, cuya frontera pasa por los alrededores del Loira. Al sur viven pequeños hombres morenos que consumen aceite de oliva; son unos dioses. Al norte, grandes hombres rubios que consumen mantequilla; son esquimales». Evidentemente, esquimales, literalmente «comedores de carne cruda», está siendo usado como sinónimo de comensales bárbaros, de alguna manera infrahumanos.
Digo que resulta paradójica esta frase porque hasta época muy reciente los criterios dietéticos y de «civilización del gusto» venían dictados desde el norte, de manera que se impusieron las mantequillas y aceites vegetales de girasol, de soja, etcétera, como superiores en gusto y en propiedades que repercutían en la mejora de la salud por la ausencia del llamado colesterol malo.
Estofados repugnantes
En el siglo XV, el cronista Andrés Bernáldez aludía a los vicios judíos y musulmanes, culminando con la denuncia, como si se tratase de un atentado a la moral y a la verdadera humanidad, hacia «sus estofados repugnantes que hacen con aceite de oliva».
Hay que decir inicialmente que para el catolicismo, tanto el olivo como el aceite tienen un halo de sacralidad y por eso están muy presentes en las Sagradas Escrituras. Augusto Jurado hace una interesante recopilación de las presencias de olivos y aceite en la Biblia y sugiere cómo tener olivos ha sido una manifestación de riqueza y bienestar y una bendición; el aceite, además de comida, aparece valorado como luz y medicina para el cuerpo y para el alma, cosmético y óleo sagrado para unciones, consagraciones y ofrendas.
Se ha destacado del aceite su valor como símbolo de prosperidad y de pureza, pero además, en el área mediterránea se ha puesto énfasis en su valor como fertilizante simbólico. Así, se untaba con aceite la reja del arado en la siembra para impregnar la tierra y transmitirle esa fuerza; sería una forma de fecundar la tierra. Es claro que tanto el aceite como el trigo han sido en el Mediterráneo símbolos de prodigalidad. Tener olivos, y por tanto aceite «para el año», daba un tipo de seguridad que hacía la vida más segura y agradable.
Por eso el aceite, a pesar de su relativamente pronta caducidad, ha sido de los productos alimenticios, mayormente susceptibles a la acumulación. Un dicho de los gañanes andaluces a los apareadores lo sintetiza: «Échales pringue y no me las muevas», refiriendo así el secreto de unas buenas migas, ya que la clave para que no se peguen está en la cantidad de aceite que se les echa.
Uno puede vislumbrar claramente la riqueza con respecto a la manera de hacer migas de los pastores andaluces: «En la sartén de hoja ennegrecida toma el pastor la cuerna de aceite y vierte poco a poco un chorro que se dobla, suave, gordo, espeso, dorado. Al calentarse, el óleo estalla en rizos de un crujir humeante y oloroso». Un agricultor de Montoro me lo resumía de otro modo, igualmente sensitivo: afirmaba que los olores más bonitos y agradables son los del pueblo en enero, cuando por todos lados y a lo largo de todo el río huele a aceite. Es signo de que las almazaras están llenas y está parcialmente, al menos, asegurada la alegría de la comunidad. Pocas elaboraciones culinarias habrá como el aceite que extienden tanto y por tanto tiempo ese olor de prodigalidad.
Cocina milenaria en tres tiempos
Pero más allá de su valor simbólico está su valor culinario. Se sorprendía el arqueólogo inglés Jorgen Bonsor de encontrar a finales del siglo XIX pautas culinarias en la Vega de Carmona que se mantenían con poca variación desde la época de la dominación romana. Y significativamente en los tres tiempos de comida el aceite tenía un peso especial para los campesinos:
- En invierno, por la mañana temprano, tomaban una sopa hecha con pan de trigo, aceite de oliva, ajos y agua caliente.
- A mediodía daban cuenta de un gazpacho hecho a base de miga de pan, ajos, aceite de oliva y agua fresca, además de un poco de vinagre de vino.
- Al volver a casa, tras la jornada de trabajo, se comía el plato fuerte del día: puchero de garbanzos, que se engrasaba con aceite de oliva.
Medio siglo después, esa dieta de gazpacho y garbanzos con aceite de oliva era la habitual entre buena parte de las familias andaluzas.
Migas con aceite, gazpacho y todavía otro plato, grande a pesar también de su simpleza: el pan con aceite. En rebanada simple o en tostada, esta combinación se extiende por todo el Mediterráneo. Tuissaint-Samat habla de la roustido o el buscauda en la Provenza. Se trataba de colaciones hechas a partir de la primera presión del aceite: se tostaba una rebanada de pan, untada de ajo y se sumergía caliente en el aceite nuevo y se ponía al fuego de madero de olivo con ayuda de un palo; se salaba y… era sublime. Esos panes provenzales, con alguna variedad, los podemos encontrar también en Cataluña y, desde luego, en Andalucía, donde han rivalizado en los desayunos desde siempre con las tostadas de manteca.
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