El héroe dotado con poderes superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido, desde Orlando a Pantagruel y a Peter Pan.
A veces las virtudes del héroe se humanizan y sus poderes, más que sobrenaturales, constituyen la más alta realización de un poder natural: la astucia, la rapidez, la habilidad bélica, o incluso la inteligencia silogística y el simple espíritu de observación, como en el caso de Sherlock Holmes.
Pero en una sociedad particularmente nivelada, en la que las perturbaciones psicológicas, las frustraciones y los complejos de inferioridad están a la orden del día; en una sociedad industrial en la que el hombre se convierte en un número dentro del ámbito de una organización que decide por él; en donde la fuerza individual, si no se ejerce en una actividad deportiva, queda humillada ante la fuerza de la máquina que actúa por y para el ser humano, y determina incluso los movimientos de éste; en una sociedad de esta clase, el héroe positivo debe encarnar, además de todos los límites imaginables, las exigencias de potencia que el ciudadano vulgar alimenta y no puede satisfacer.
Primer serial de Superman para el cine en 1948:
El hijo de Kriptón
Superman no es un terrícola, sino que llegó a la Tierra siendo niño, procedente del planeta Kriptón, que estaba a punto de ser destruido por una catástrofe cósmica y su padre, docto científico, consiguió ponerlo a salvo confiándolo a un vehículo espacial. Aunque crecido en la Tierra, Superman está dotado de poderes sobrehumanos. Su fuerza es prácticamente ilimitada, puede volar por el espacio a una velocidad cercana a la de la luz, y cuando viaja a velocidades superiores a ésta, traspasa la barrera del tiempo y puede transferirse a otras épocas.
Lo truculento (y nada trivial) de vivir en sociedad
Con una simple presión de la mano, puede elevar la temperatura del carbono hasta convertirlo en diamante; en pocos segundos, a velocidad supersónica, puede cortar todos los árboles de un bosque, serrar tablones de sus troncos y construir un poblado o una nave; puede perforar montañas, levantar trasatlánticos, destruir o construir diques; su vista de rayos x le permite ver a través de cualquier cuerpo a distancias prácticamente ilimitadas, y fundir con la mirada objetos de metal; su superoído le coloca en situación ventajosísima para poder escuchar conversaciones, sea cual fuere el punto donde se realizan.Es hermoso, humilde, bondadoso y servicial. Dedica su vida a la lucha contra las fuerzas del mal, y la policía tiene en él a un infatigable colaborador.
En realidad, Superman vive entre los hombres, bajo la carne mortal del periodista Clark Kent. Y bajo tal aspecto es un tipo aparentemente medroso, tímido, de inteligencia mediocre, un poco torpe, miope, enamorado de su matriarcal y atractiva colega Lois Lane, que lo desprecia y que, en cambio, está apasionadamente enamorada de Superman.
Clark Kent personifica, de forma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por los complejos y despreciado por sus propios semejantes; a lo largo de un obvio proceso de identificación, cualquier individuo de cualquier ciudad americana alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhombre capaz de recuperar años de mediocridad.
La estructura del mito y la civilización de la novela
La imagen religiosa tradicional era la de un personaje, de origen divino o humano, que permanecía fijo en sus características eternas y en su vicisitud irreversible. No se excluía la posibilidad de que existiera, detrás de él, una historia; pero esa historia estaba ya definida por un desarrollo determinado y constituía la fisonomía del personaje de forma definitiva.No es casualidad que Superman sea el superhéroe más popular: no sólo es el más antiguo —«nació» en 1938—, sino también el más claramente delineado, el que posee una personalidad más reconocible.
En cambio, el personaje de los cómics nace en el ámbito de una civilización de la novela. La narración de moda en las antiguas civilizaciones era la narración de algo sucedido ya conocido por el público.
Éste no pretendía que se le contara nada nuevo, sino la grata narración de un mito, recorriendo un desarrollo ya conocido, con el cual podía, cada vez, complacerse de modo más intenso y rico.
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La tradición romántica —cuyas raíces debemos buscar en épocas muy anteriores al Romanticismo— nos ofrece, en cambio, una narración en la que el interés principal del lector se basa en lo imprevisible de aquello que va a suceder y, en consecuencia, en la inventiva de la trama, que ocupa un papel de primera magnitud. Los acontecimientos no han sucedido antes de la narración, suceden durante la misma, y convencionalmente el propio autor ignora lo que va a suceder.
El arquetipo contemporáneo
Esta nueva dimensión de la narración se paga con un menor carácter mítico del personaje. El personaje del mito encarna una ley, una exigencia universal, y debe ser en cierta medida previsible: no puede reservarnos sorpresas. Un personaje de novela debe ser, en cambio, un hombre como cualquiera de nosotros, y aquello que pueda sucederle debe ser tan imprevisible como lo que puede sucedemos a nosotros.
El mito de Superman:
El personaje mitológico de los cómics se halla en esta singular situación: debe ser un arquetipo, la suma y compendio de determinadas aspiraciones colectivas, por tanto, debe inmovilizarse en una fijeza emblemática que lo haga fácilmente reconocible —es lo que ocurre en la figura de Superman—; pero por el hecho de ser comercializado en el ámbito de una producción «novelesca» por un público consumidor de «novelas», debe estar sometido a un desarrollo que es característico, como hemos indicado, del personaje de novela.
Para leer el texto completo, consulta Algarabía 129.