Hace tiempo, el gran maestro norteamericano Andy Soltis apuntó que, de todos los juegos, el ajedrez era el más cruel. Sustentó su opinión en el hecho de que en ningún otro juego se debe pasar por una ignominia similar a la que se pasa cuando se pierde una partida. Por lo general, en cualquier juego, el reloj es el que determina el fin de las hostilidades; no así en el ajedrez, donde uno debe pronunciar las dos peores palabras conocidas por el hombre: «me rindo».
«Me rindo», es decir, «me declaro incapaz», «acepto mi fracaso» —ruego al amable lector que piense en alguna decepción amorosa para comprobar lo terrible que esas dos palabras encierran—. ¿Qué tan cruel es tener que pronunciarlas? Pongamos, por ejemplo, el caso de un encuentro de futbol. Nuestro equipo pierde 18 a 0 cuando el árbitro decreta el final del partido; siempre se puede decir, con todo el descaro del mundo: «Si tan sólo hubiéramos tenido más tiempo de compensación…». Bobby Lane, un mariscal de campo famoso de los Leones de Detroit, aseguraba que nunca había perdido un juego, simplemente el tiempo no le había alcanzado.
Aun en los juegos donde no interviene el reloj se pueden argüir excusas plausibles. En póquer o cualquier juego con barajas podemos decir: «Perdí porque toda la noche recibí manos malas», para rescatar algo de nuestra dignidad, o «fue la suerte, ¡no en balde se les llama juegos de azar!». Claro que eso justificaría el mal juego y hasta ayudaría a sobrellevar con algo de entereza lo que hayamos perdido, bien sea nuestra casa o nuestra mujer o lo que sea.
318,979,564 000 es el número de posibles jugadas en los primeros 4 movimientos del ajedrez
Pero el ajedrez no permite ni siquiera ese resquicio. No hay «suerte», si por «suerte» se entiende arrojar dados o recibir cartas, y, aunque las partidas de ajedrez tienen tiempos reglamentarios, raro es aquel que llega a perder por tiempo. Antes de eso, mucho antes, se ha jugado mal, se han cometido errores, se ha hecho una jugada tonta y, en posición desesperada, no hay más remedio que rendirse. Porque, además, el ajedrez ofrece tantas posibilidades lógicas, tantas ideas brillantes que, quien pierde, se siente como un fracasado y como alguien «más tonto» que su victimario.
A nadie le gusta quedar como poco brillante, a nadie le gusta ver el rostro del de enfrente, que refleja la opinión de que «mejor haríamos en dedicarnos a la canasta uruguaya o al timbiriche», mientras nos estrecha la mano con un tufillo de suficiencia y con la desfachatez para decirnos: «Tuve suerte».
En el juego de ajedrez cada competidor tiene 16 piezas: un rey, una reina, dos alfiles, dos caballos, dos torres y ocho peones.
Pero, sin duda, es el enorme esfuerzo mental y físico que exige una partida de ajedrez magistral la razón de que el noble juego haya parido jugadores brillantes, excéntricos y, en algunos casos, cercanos a la locura; y de que sea el juego que más teorías de complots y más desgracias ha causado.
Uno de esos casos famosos se dio en 1927. Dos de los más grandes genios del ajedrez se enfrentaron por el campeonato mundial. El campeón era José Raúl Capablanca (1888-1942), «La máquina de jugar ajedrez», «El niño prodigio», que había aprendido a jugar a los cuatro años tan sólo de ver a su padre, ¡y ya desde entonces se burlaba de los errores del mayor! El retador: el ruso Alexander Aliójin (1892-1946), luchador de una tenacidad y deseo de victoria incomparables.
El primer campeonato oficial de ajedrez se realizó en 1886. Ambos habían alcanzado el cenit ajedrecístico por caminos diferentes. A Capablanca, el juego no le ofrecía grandes retos. Jugaba con gran velocidad y dejaba a sus rivales hundidos, con la cabeza entre las manos, mientras el reloj avanzaba inexorablemente. Aliójin, por el contrario, trabajaba de sol a sol, no era un talento «natural» como Capablanca. El encuentro fue largo, seco y difícil. En lo que se considera una de las grandes sorpresas, el ruso se terminó imponiendo.
¿El secreto de su éxito? Además de su gran preparación, de su deseo de victoria, la teoría del complot apunta que contrató mujeres que cada noche tocaban en la habitación del cubano para mantenerlo ocupado y «desconcentrado». Sea como sea, Capablanca buscó por años la revancha, pero su contrincante nunca se la concedió. Terminaron odiándose a muerte.
De Aliójin, que además tenía una personalidad arrogante e intimidante, hay muchas anécdotas. Una lo pinta de cuerpo entero. Durante la ii Guerra Mundial quiso cruzar una frontera a pesar de haber olvidado su pasaporte. No le preocupó gran cosa. Cuando llegó a la frontera simplemente le dijo a los guardias que custodiaban el punto: «Soy Alexander Aliójin, campeón del mundo, tengo un gato que se llama Ajedrez, no necesito pasaporte», y cruzó sin mayor problema. Pero Aliójin padecía un problema grave: era alcohólico. Sus últimos días fueron tristes: los norteamericanos lo querían despojar del título acusándolo de ser simpatizante nazi, murió a los 53 años en el cuarto de un hotelucho y fue encontrado con la mano aferrada a un ajedrez de bolsillo.
La expresión “jaque mate” proviene del árabe “shâh mâta” y significa “el rey está atrapado”. Por otro lado, Aliójin inició una tradición sin proponérselo, a partir de entonces y con una sola excepción —la del doctor Euwe (1901-1981), un holandés que tuvo la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado—, todos los campeones del mundo fueron ciudadanos soviéticos hasta 1972, entre ellos: Mijaíl Botvinnik (1911-1995), Vasilí Smyslov (1921-2010) y Mijaíl Tal (1936-1992). De ellos, Botvinnik de vez en cuando recuperaba el título en los encuentros de revancha sin mayor problema, «como en la Lucha Libre», diría algún maldoso, para perderlo definitivamente contra el gran maestro armenio —o sea, también soviético— Tigran Petrosian (1929-1984), poseedor de un estilo sólido y ultradefensivo.
Fue una época difícil para los jugadores occidentales, la urss había colocado toda su maquinaría oficial y secreta para que sus jugadores fueran los mejores del planeta. Pero no todo es para siempre. En 1961, un jovencito norteamericano, brillante y prometedor, publicó en Sports Illustrated un artículo titulado: «La urss controla el ajedrez mundial». Se trataba de Bobby Fischer (1943-2008), quizá el más grande ajedrecista de todos los tiempos.
En su artículo, Fischer alegaba que había una ventaja desleal de los soviéticos y que era prácticamente imposible que algún gran maestro no soviético pudiera siquiera llegar a un encuentro por el campeonato del mundo. Su principal argumento era que el sistema eliminatorio consistía en enfrentar a los ocho mejores, todos contra todos.
Por lo general, al menos cuatro jugadores eran soviéticos, por lo que ellos se arreglaban previamente y, conforme se fuera desarrollando el torneo, uno de ellos empezaba a perder contra los otros tres. El artículo causó una polémica violenta y el organismo rector encargado de torneos y campeonatos del mundo, la fide —Fédération Internationale des Échecs, «Federación Internacional de Ajedrez»— decidió cambiar el formato; así, en vez de un torneo todos contra todos, se jugarían pequeños encuentros eliminatorios, que culminarían con un retador oficial.
Y ¿quién lo diría?, el principal beneficiado de esta formula fue el propio Fischer quien, con el despliegue de un nivel inverosímil, arrasó a todos sus contrincantes —entre ellos al excampeón Petrosian—, para disputar el título al campeón del mundo, Borís Spasski (1937-), en Reikiavik, Islandia, en 1972.
La década de los 70 no era ajena a la hipérbole. En boxeo había «peleas del siglo» a cada rato; en música, «conciertos del siglo»; y el match Fischer-Spasski fue llamado también el «match del siglo». Esta vez, el epíteto fue correcto. Nunca antes un encuentro de ajedrez había llamado tanto la atención, no sólo por la evidente genialidad de Fischer y el talento de Spasski, sino por las connotaciones políticas evidentes: capitalismo versus comunismo, democracia versus totalitarismo, etcétera. Pero los ajedrecistas son bichos raros.
Cuando todo estaba listo, cuando el mundo esperaba un verdadero festín de virtuosismo, Fischer, ese muchacho solitario y desaliñado, que había abandonado la escuela en la secundaria, porque no le podían enseñar nada que él no supiera por el ajedrez y porque su sueño era ser campeón del mundo, ¡decidió que no jugaría porque la bolsa era muy poca!
Se dice que el Secretario de Estado de ee.uu., Henry Kissinger, a la sazón el hombre fuerte del gobierno de Nixon, lo llamó para convencerlo de jugar por la gloria de su país, pero Fischer se rehusó. El encuentro por el campeonato mundial estaba condenado a no realizarse y he aquí que un aficionado en serio al ajedrez, James Slater, banquero inglés, tan excéntrico como cualquier gran maestro, decidió agregar 125 mil dólares de su propio bolsillo, con tal de que se realizara el encuentro.
Por fin, Fischer llegó a Islandia y, aunque perdió la primera partida y se rehusó a jugar la segunda —por lo que perdió por descalificación—, no fue sino hasta que quitaron las cámaras de televisión que terminó arrollando a Spasski. Fischer lo había logrado, él sólo había sido capaz de derrotar a toda la máquina de ajedrez soviética. Triunfo inobjetable. Y, sin embargo, abandonó las competencias oficiales.
En 1975, no dispuesta a contentarse con la derrota, la urss le preparó a un joven gris y oscuro, pero frío como una máquina y con un instinto asesino implacable: Anatoli Karpov (1951-). Las exigencias de Fischer para defender su corona resultaron inaceptables, tanto para los soviéticos como para la fide: exigió que el encuentro se disputara a un número ilimitado de partidas; el vencedor sería quien ganara primero diez encuentros y, en caso de que ambos contrincantes llegaran a nueve triunfos, el match se declararía empatado y el campeón retendría la corona.
Las negociaciones fueron arduas, pero, finalmente, los soviéticos aceptaron todas las condiciones, menos la última: que el match se declarara empatado en caso de que ambos lograran nueve victorias. Fischer terminó por perder su campeonato en un escritorio, no frente al tablero.
El retiro sorpresivo de Fischer es quizá la mayor crueldad que el ajedrez nos ha preparado. Sin duda, el encuentro contra Karpov habría sido el mejor de la historia, pero no habría de ocurrir. A partir de entonces, el comportamiento de Fischer fue extraño. Se convirtió en un ermitaño, se unió —aunque años después lo negaría— a una secta religiosa y sufrió verdaderos delirios de paranoia. Y, cuando el mundo festejaba a los nuevos ajedrecistas y aplaudía al nuevo campeón: Gari Kasparov (1963-), en 1992, contra todo pronóstico, Fischer volvió a jugar ajedrez para defender «su» campeonato del mundo.
El mundo no dio crédito. Después de más de 20 años, ¿seguiría Fischer siendo un gran ajedrecista? ❧