El límite es uno mismo. Cuando se trata de entender la frontera entre una imagen sensual, una erótica y una pornográfica, dice Edward Lucie-Smith, el límite radica en esa delgadísima línea, ese límite impuesto por nuestra manera de pensar, nuestro bagaje cultural, nuestra moral. ¿Hasta dónde se disfruta de una obra y hasta dónde nos ofende?
«Si la belleza está en la mirada del espectador, el erotismo está en su mente».
Y es que el erotismo es el diálogo en el que conviven el amor romántico y el amor apasionado, el deseo sensual y el amor carnal, y no sólo eso, sino que en él convergen la idea, las proyecciones, las fantasías, la represión, la complacencia y hasta el desfogue, es decir, la aceptación o rechazo, el placer estético o la agresión radica en el espectador.
Cualquier ámbito de creación artística es propicio para el tópico del erotismo: la literatura, con el Marqués de Sade, Émile Zola, Henry Miller, D. H. Lawrence o Guillaume Apollinaire; la escultura —en la que por siglos estuvo disfrazado de escenas mitológicas—, en manos de Antonio Canova y Auguste Rodin; la fotografía, el grabado, el baile, el cine, las artes populares —en la forma de juguetillos, figuras, bisutería o coplas picarescas—.
Pero el tema que nos ocupa es el erotismo en la pintura, donde las manifestaciones de la libido, la imaginería sexual y el deseo carnal toman forma mediante el color, la composición y la sutileza o la audacia de la expresión plástica.