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El amor en tiempos de Tinder

Por G.G. Jolly
El amor en tiempos de Tinder

Con el advenimiento del Smartphone y del comercio a la carta, uno de los mercados más importantes —si no el que más—, el del sexo, ha asistido a una transformación profunda, análoga quizás a la revolución sexual de los años sesenta del siglo XX, cuyas consecuencias —para bien o para mal— aún no resultan del todo evidentes.

A lo largo de la Historia humana, cuando la inmensa mayoría de varones y mujeres vivía en pequeñas y cerradas sociedades rurales, con medios e infraestructura sumamente limitados como para viajar, las opciones de parejas potenciales eran escasas, mientras que las restricciones sociales —debido a prejuicios ancestrales, consideraciones prácticas u otro tipo de valores— eran numerosas. Así, había que aplicar, muy literalmente, aquello de «con estos bueyes hay que arar», o bien, «el que escoge, no co…».

Con el advenimiento de sociedades mayoritariamente urbanas y secularizadas durante los últimos dos siglos, en cambio, más las varias olas de liberación y liberalización sexual, las opciones se ampliaron y las reglas del romance se reinventaron. Con lo cual ya no es estrictamente necesario, por ejemplo, que los varones paguen la cuenta ni que las mujeres se arriesguen a acabar en un convento ni socialmente marginadas por decidir tener sexo sin miras a, o antes de, casarse. De igual manera, la despenalización de la homosexualidad, la aceptación del divorcio y la difusión de la contracepción artificial han tornado los instintos de ligue y los códigos de relaciones otrora ilícitas y secretas, si no en objetos de museo, sí en herramientas cada vez menos utilizadas.

El amor en tiempos de Tinder

Sabemos, sin embargo, que la plena incorporación de las mujeres al ámbito laboral ha traído consigo nuevos problemas —como establecer límites claros al cortejo y consentimiento, necesidad de guarderías y ausencias por maternidad, etcétera—, mientras que la normalización de la pornografía, lugares de encuentro o one-night stands han mermado una gramática centenaria de erotismo, frivolizando las relaciones íntimas y, en muchas ocasiones, contribuyendo a problemas de salud mental. La culpa y represión de antaño han sido reemplazadas por la ansiedad y la depresión de hoy. Si antes las mujeres no tenían plena autonomía, confinadas al ámbito doméstico y subordinadas a sus padres, hermanos, maridos o hasta hijos; ahora carecen de la protección frente al acoso o las agresiones que aquellos podían proveer. Si antes los varones homosexuales tenían que desarrollar un finísimo olfato y hasta un sexto sentido para ligar y seducir subrepticiamente, ahora sufren de la torpeza afectiva que genera tener decenas de parejas dispuestas a encuentros a un par de mensajes y a unos cuantos metros de distancia. Quizá porque no se puede todo en la vida y los avances se dan a costa de retrocesos y viceversa.

Sea como fuere, la pluralidad de opciones y la inmediatez que las apps de ligue permiten —ya ni siquiera los perfiles clasificados con algoritmos complejos, del tipo OKCupid— abonan al alud de información —y desinformación—, rapidez de decisión —e impulsividad— y disponibilidad de satisfacción —e insatisfacción— que ya nos parecen cotidianas. 

Lo que no está claro es si nuestra psique —moldeada por milenios de evolución y de apareamiento «tradicional»— pueda adaptarse completamente al modelo Netflix o Spotify —de tener miles y miles de opciones con tan sólo dar un click— o al modus operandi de UberEats o Rappi —para saciar el hambre o la necesidad de inmediato y hasta la puerta de la propia casa—. 

Resulta por demás extraño que, en los años sesenta y setenta, en medio de la efervescencia por la liberación sexual, posicionarse ideológica y/o políticamente era crucial; mientras que, en nuestros días, dar «a la derecha» o «a la izquierda» suponga, más bien, tomar una postura definitiva sobre otra persona y su potencial como pareja —y, casi siempre, a partir de un par de fotos o una breve descripción, en cuestión de segundos—. 

Sólo el tiempo dirá si las capacidades afectivas del Homo sapiens están a la altura de su capacidad de innovación. Acaso desarrollemos nuevos valores ad hoc y erijamos nuevas normas sociales que regulen una interacción erótica y sexual más rápida e inmediata —y, sobre todo, más sana— entre las personas, o bien, que nos resignemos —luego de darnos de topes contra la realidad— a volver, aunque sea metafóricamente, al romance de aldea, el de toda la vida.   

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