José Alfredo Jiménez lo dice bien: «¿Quién no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor?»; porque, ¿a quién no le han roto, por lo menos una vez, el corazón? Y es que cuando el objeto deseado o amado desaparece, el dolor es tal, que el pecho nos duele y nos falta la respiración, por eso lo del corazón. Y si no, acordémonos de las novelas de Stefan Zweig, Pérez Galdós, Eça de Queiroz, Flaubert y otros decimonónicos donde las heroínas morían de amor, de tristeza, de pesar, de la rotura de corazón; o también de lo que expresa de la niña de Guatemala José Martí: «Dicen que murió de frío, yo sé que murió de amor».
Mal de amores
Es inevitable, aunque nos cuidemos, aunque andemos alertas: a todos, tarde o temprano, nos llega el momento de sufrir el mal de amores, ése que nos hace sentir abatidos, resentidos, frustrados y furiosos. Pero el que se ríe, se lleva, y el que se mete a enamorarse se arriesga a ser víctima del desamor; y «quien lo probó, lo sabe», como diría Lope de Vega.
“Se dice loco de alegría, también podría decirse cuerdo de dolor”.
Y es que en la aventura del amor, ésa que nos hace ver al otro como único, grande y maravilloso, la pérdida es la peor tragedia y la gran calamidad. Cuando perdemos a alguien, sentimos que el resto del mundo no importa; la vida se hace difícil; seguir, imposible. Borges lo sabía: «¿En qué hondonada esconderé mi imagen para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada? / Tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta, el mar al que se hunde.»
«Soporto tus defectos. Uno se resigna a los defectos de Dios. Soporto tu ausencia. Uno se resigna a la ausencia de Dios.»
La ausencia: la falta de ese alguien o algo que hace sentir un vacío tan grande que a muchos los ha conminado a quitarse la vida. Cuando hemos construido todo en ese «otro», el hoyo se puede volver tan profundo y fatal, que nos impulse a no querer vivir. Ya leímos Las cuitas del joven Werther, ya otras historias románticas que han poblado nuestro imaginario occidental, desde Madame Bovary hasta La dama de las camelias. Y ya hemos visto películas como Crepúsculo (Julio Bracho, 1944), Love Story (Arthur Hiller, 1970), El paciente inglés (Anthony Minghella, 1996), El ocaso de un amor (Neil Jordan, 1999) u otras por el estilo, donde el desamor o el amor malhabido desembocan en un final trágico, triste o desafortunado.
Amores prohibidos, amores imposibles, amores no correspondidos
Pero la cosa es aún peor, porque el mal de amores no sólo se da por la pérdida del amor, sino también en el amor no correspondido, el amor prohibido o el amor imposible, del que están llenos la literatura y el arte en obras como, obvio, Romeo y Julieta, en óperas como Tristán e Isolda, en leyendas como las de Abelardo y Eloísa o Ginebra y Lancelot y, más acá, en amores como el de La regenta o Anna Karenina.
«No hay amor infeliz: sólo se tiene lo que no se tiene. No hay amor feliz: lo que se tiene ya no se tiene.»
El amor es infortunio si el objeto de nuestro deseo es inalcanzable o si está prohibido por razones sociales, legales o culturales; más aún si es imposible, es decir, tan lejano que no se podrá alcanzar nunca: «Y, ¿cómo deshacerme de ti, si no te tengo? ¿Cómo alejarme de ti, si estás tan lejos?», nos dice un autor guatemalteco.
«Y es que el amor es una enfermedad, que, una vez contraída, no se cura…»
El amor imposible duele tanto o más que el desamor. Y para ello léanse relatos como los de Manuel Payno, Ignacio Manuel Altamirano, Edmond Rostand o Edith Wharton, en los que se soporta con trabajo la pena de no tener al ser amado. O, bien, véase Casablanca (Michael Curtiz, 1942), donde el amor es tanto y es tan imposible y prohibido, que los mismos amantes se quejan de padecerlo; por eso Ilsa, la protagonista, dice: «Ojalá no te quisiera tanto», mientras que él se lamenta: «De todos los bares y antros, de todos los pueblos, de todo el mundo, ella tuvo que entrar en el mío». Y es que, como dice Marguerite Yourcenar, en la mayor parte de los casos, «el amor es un castigo. Somos castigados por no haber podido quedarnos solos». A lo que Borges agrega: «Felices los amados y los amantes y [sobre todo] los que pueden prescindir del amor».
Efectos secundarios
El mal de amores tiene efectos comprobados por la ciencia, como la depresión química: dejamos de producir endorfinas —ésas que se generan por emociones positivas, cuando hacemos ejercicio, cuando comemos chocolate o consumimos drogas— y, como resultado, nos sentimos muy mal. Cuando el amor falta, cuando no es correspondido, cuando es imposible, el dolor es real; duelen las articulaciones, las piernas se aflojan, se te quita el hambre, no puedes dormir: «Voy al futbol, no lo veo; abro un libro y no lo leo. Como poco, bebo mucho, no puedo dormir», diría Eros Ramazzotti; y Serrat: «Me vienen anchos los pantalones, hablo solo y sufro alucinaciones»; a lo que Sabina contesta: «Me dejó un neceser con agravios, la miel en los labios y escarcha en el pelo»; y también apuntan por ahí: «No como, no duermo, me quiero morir». Por otro lado, la falta del otro nos convierte en obsesivos compulsivos de esa persona, de esa falta; la vemos en sueños, en la memoria y en el olvido; como diría Alejandro Sanz: «No hago otra cosa que olvidarte».
«No hay nada que temer. He tocado fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón.»
Los pensamientos de ese objeto perdido —unicornio azul o como quiera llamársele— se idealizan, por un lado, pero, por otro, empiezan a ser pensamientos celosos, obsesivos, recurrentes, tenebrosos y autoflagelantes. Como dice el tango de Gardel: «Nostalgia de escuchar su risa loca y sentir junto a mi boca, como un fuego, su respiración. / Angustia de sentirme abandonado y pensar que otro a su lado pronto, pronto, le hablará de amor». Y otra lírica popular: «Me da miedo pensar que alguien más te besará. Ya no quiero pensar que sólo quede tu amistad».
Pablo Neruda, en su Poema número 20, lo describe perfectamente: «Pensar que no la tengo, sentir que la he perdido […] De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos». En fin, que no hay sol que te caliente; que te duermes y él es el último pensamiento y lo primero que te viene a la mente al despertar.