Desde la antigüedad, diversos grupos humanos han sido subyugados por los misterios que esconde el océano, por lo que, movidos un tanto por interés y otro tanto por curiosidad, se han sumergido en sus oscuras aguas para develarlos.
Los antiguos navegantes europeos, por ejemplo, pensaban que la Tierra tenía límites y que, al final de las aguas, una serie de monstruos temibles resguardaba el horizonte. No todo lo que brilla es pez…
Los héroes de los mitos griegos y de otras tradiciones se enfrentaban a gigantes marinos de apariencia diabólica y los vencían después de sangrientas batallas.
Recordemos que en la literatura escandinava se menciona al kraken, que habitaba las costas de Noruega e Islandia, y se le describía como un enorme pulpo que embestía barcos y devoraba a la tripulación; otra terrible criatura es el leviatán —presente en el Antiguo Testamento y en muchos otros pasajes de la tradición hebrea—, asociado directamente con la figura de Satanás y que se imaginaba como una enorme serpiente cuyo desplazamiento generaba infernales torbellinos acuáticos.
Innumerables son los testimonios, en distintas épocas y sitios del mundo, de personas que aseguran haber visto emerger de las aguas gigantescas criaturas descomunales, que tan sólo esperan el paso de alguna embarcación para atacarla.
En la literatura, por ejemplo, no podemos olvidar Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), de Julio Verne, novela en la que se describe el ataque de un narval y un pulpo gigantes.
Pero éstos sí existen…
Tal vez sea debido a este miedo ancestral hacia aquello que nos ocultan los abismos marinos que, a lo largo de la historia, han
sido pocos quienes se han arriesgado a sumergirse en los oscuras profundidades del mar. Exorbitantes son las cantidades de dinero destinadas a investigaciones espaciales, mientras que nuestro propio planeta y sus habitantes marinos siguen siendo un misterio.
Por ejemplo, en la máxima profundidad marítima conocida, que se encuentra en la Fosa de las Marianas —en el Océano Pacífico occidental—, científicos japoneses descubrieron una especie de plancton a once kilómetros de la superficie, cuyas características no se habían hallado en los registros de vida marina encontrada con anterioridad.En el mar profundo existen asombrosas criaturas que se adaptan a las condiciones más adversas, a las bajas temperaturas y a la ausencia parcial o total de luz.
Entre esas especies tenemos a los peces de penumbra, que se encuentran a una profundidad aproximada de 1,500 metros, y a los abisales, que habitan profundidades mayores
a los 2,000 metros. Ambos cuentan con algunas características comunes y muchos de ellos pertenecen a las mismas familias zoológicas de los peces de las capas superiores.
Estos peces son en su mayoría pequeños, de cuerpos muy blandos y huesos diminutos —a causa del déficit de calcio y vitamina d—, pero poseen grandes fauces, dientes largos y estómagos de considerable capacidad, ya que deben ingerir comida y tragarla casi entera, incluso si se alimentan de presas más grandes que ellos. Otro rasgo que los caracteriza es su pausado metabolismo, gracias al cual pueden pasar varios días sin alimento. Además, son longevos y sus ciclos reproductivos son lentos.
Auténticos monstruos marinos
Pero la sorpresa más fabulosa es la
bioluminiscencia que caracteriza a algunos
de estos peces. La luz que presentan
dentro de la boca sirve como señuelo
para atrapar a sus presas, pero también echan mano de ella para identificarse entre ellos, orientarse o escapar de los peligros que amenazan su vida.Da Vinci diseñó las primeras aletas natatorias y un equipo de buzo que constaba de tubos respiratorios, depósitos de aire y caretas submarinas de cuero
¿Cómo se produce esta luz? Generalmente se trata de colonias de bacterias que viven en el interior del pez, con el que establecen una relación simbiótica: los huéspedes ayudan a alumbrar el camino
de su depositario y, a la vez, se alimentan de algunos nutrientes que éste les proporciona. Algunos ejemplares luminiscentes son el Melanocetus johnsoni, un pez-rana que pesca a sus víctimas con su fluorescencia intrabucal; el Regalecus glesne, que habita a una profundidad de mil metros y en ocasiones tan sólo se le puede encontrar varado o flotando, y el Saccopharynx lavenbergi, que suele cazar en aguas de profundidad media y es capaz de abrir tanto sus fauces que puede engullir presas del doble de su tamaño.Si lo anterior te asombra, considera ahora a los peces eléctricos
que generan violentas descargas producidas por fibras musculares modificadas.
Alrededor de estos animales se genera un campo eléctrico con el cual pueden orientarse y ubicarse espacialmente, además de ahuyentar o paralizar con esta «electrizante» capacidad a sus posibles victimarios.
Y como en esto de las descargas hay de todos tamaños y sabores, los especialistas han determinado clasificar estos peces en dos categorías: de alto y bajo voltaje. Forman parte de la primera la raya grande, capaz de inmovilizar a un hombre con la intensidad de su descarga eléctrica —de aproximadamente 200 voltios—; el Torpedo ocellata, que posee un poderoso órgano eléctrico a cada lado y produce casi el mismo voltaje que la raya, y las famosas anguilas de agua dulce, las cuales son implacables al paralizar a sus presas
a través de violentos impulsos eléctricos. Entre los peces de bajo voltaje están los peces cuchillo sudamericanos, cuyas descargas, más débiles, no son peligrosas y más bien les son útiles para encontrar
a miembros de su cardumen, ubicarse espacialmente, defenderse y obtener alimento.
¿Cuántos secretos guardan las profundidades del océano? ¿Qué cantidad de peces fuera de serie podrían hallarse en investigaciones submarinas?
Quizá el estudio de estas especies nos dé pistas
sobre cómo es la vida en un medio tan ajeno al humano, o nos proporcione señales de cómo la evolución ha transcurrido a kilómetros de la superficie.