Pues sí, señoras y señores, niñas y niños: somos muchas las personas que vivimos antes del iTunes, antes de la era digital. Y cuando digo «vivimos» me refiero a que fuimos jóvenes, melómanos o no, que perseguíamos por cielo y tierra las canciones que nos gustaban; que las buscábamos, las añorábamos y nos las aprendíamos de memoria.
Éramos preparatorianas, íbamos en un Jetta por la vieja carretera de Acapulco, pasábamos por el
aún famoso Cañón del Zopilote con un calor de más de 40 grados, y poco a poco se nos iban terminando las cervezas de la hielera, mientras el hielo se evaporaba.
Javier —conductor y dueño del auto— cantaba al unísono, con Tamara y conmigo, la canción que se había repetido más de diez veces en el cassette que sonaba
en el autoestéreo portátil y removible —porque se los robaban y los tenías que sacar del coche—: «Queridaaaa, ven a mí que estoy sufriendo, ven a mí que estoy muriendo… mira mi soledad, mira mi soledad que no me sienta nada bien»; era un cassette tdk que tenía anotado con plumón rojo: «Buenas, muy buenas, nuevas, español», encima del texto «concierto de Emerson Lake and Palmer», que estaba tachado, también con rojo.
Asia, Toto, Bosé, Alejandra Guzmán, Mijares, Yuri, Emmanuel, Juan Gabriel —autor de la susodicha canción— y obvio, superobvio, siempre y mucho: José José, eran los protagonistas.
Recuerdo que los cassettes estaban en cajas alargadas que barajaban «joyitas musicales» de Pink Floyd, The Who, The Eagles —cuyo «Hotel California» habíamos oído y cantado palabra por palabra una interminable cantidad de veces en algún otro viaje, después de sacar la letra, leerla y preguntarnos si a ciencia cierta decía «one smell of colitas» y por qué.
Los cassettes resultaban en cierto modo pequeñas obras de arte que se hacían con cuidado, mucho tiempo y esmero; eran para uno, o para presumir a los amigos,
o para regalarle a una amiga, y sobre todo para flirtear, conquistar, regodearse en el otro o simplemente para mandarlo a freír espárragos. Graciela cuenta que cuando ella se fue a vivir a Cancún, Fréderic —su novio de por entonces— le empezó a enviar cassettes dedicados. Los primeros traían canciones de amor total: «Te amaré» de Miguel Bosé, «Con olor a hierba» de Emmanuel o «How deep is your love» de los Bee Gees; el siguiente fue menos romántico, más seco y desenfadado, tenía canciones como «Buenos días amor» de José José, «Temblando» de Hombres g y «Tu nombre me sabe a hierba» de Serrat; la última pieza enviada ya era auténticamente «de dolor y contra ellas»: «Te solté la rienda» —la versión de Maná—, «Inocente pobre amiga» de Juan Gabriel, y «Sin tu latido» de Aute.
Cada canción tenía un valor en sí misma, las cantabas tantas veces que terminaban siendo parte de ti.
Así funcionaba esto. Procurábamos tener en la casa cassettes vírgenes y un estéreo en el que se pudiera grabar directo de los lp’s; en el principio de los tiempos, mi papá grababa del disco a la grabadora de cinta gruesa de carrete, en la sala de la casa, pidiéndonos a todos que por favor no hiciéramos ruido porque «¡estoy grabando!», lo cual era poco menos que imposible, con el consecuente resultado de cintas con las voces de Olga Guillot o Agustín Lara salpicadas de pasos en la escalera, ladridos de perro o gritos de niños.
Piezas únicas
Aquí voy a regresarme un poco para hablar de los lp’s
y de esa emoción única que provocaba el tener uno nuevo. Cuando tu papá accedía a comprarte uno tenías que escoger uno y sólo uno, y entonces durante una semana, o dos, se convertía en el objeto más preciado de tu vida. Desde quitarle el plástico, sacarlo de su sobre y ponerlo despacito en el tornamesas o en el tocadiscos, cuidando que no se fuera
a rayar —porque si se rayaba no había remedio—, hasta sacar el sobre con las letras y aprendértelas de memoria, como
lo hicimos mi hermano Fer y yo con el
disco de The Wall.
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Pero, en su defecto, cuando no tenías la
letra impresa —porque no había manera de googlearla— y la canción era en inglés, pues tenías que sacarla frase por frase, palabra por palabra.
A mi amiga Teresina un galancillo le grabó una canción de Fito Páez —«Un vestido y un amor»— que se repetía una y otra vez durante 90 minutos
Del lp al cassette había gran diferencia, porque este último era práctico y llevable —y como ya dije, accesible—; aunque también tenía sus grandes bemoles: nunca podías pararlo en el momento adecuado, querías volver a oír una canción pero siempre te pasabas —«¡ay, ya te pasaste!»— y terminabas oyendo enterita la canción previa para luego oír «la tuya». Además, muchas veces estaban apretados y no giraban, o muy flojos y la cinta se atoraba en la grabadora —esto era muy usual—, lo que podía derivar en tres alternativas:
- que la cinta se rompiera y se tuviera que pegar con un diurex transparente; esto era una verdadera odisea manual y táctil de la cual yo nunca salí avante.
- que la cinta se estirara y se hiciera delgadita a tal punto que quedara inservible; entonces había que diseccionarla y realizar el procedimiento desde el punto 1.
- que la cinta se enredara pero no se rompiera sino que quedara como acordeón; entonces había que estirarla con un lápiz o una pluma Bic, para lograr que volviera a funcionar.
Nos las arreglábamos…
En ese entonces —a diferencia de ahora, en la era del iTunes, en la que es tan sencillo y accesible comprar una canción1 Todo Miles Davis cuesta $80 pesos, «algo debe andar mal», dice Héctor de Mauléon —o bien, digo yo.—, conseguir una rola era algo casi imposible; no había manera, de no ser porque vendieran el lp o el cassette en México —lo cual era poco probable— y que de alguna forma tuvieras el dinero para comprarlo, o bien, que alguien te lo prestara y lo pudieras grabar.
A principios de los 80 mi papá acondicionó en el
ático de mi casa un cuarto que era lo mááás moderrrrno de aquel tiempo. Tenía grabadora de cartuchos,
cintas profesionales, dos tornamesas, dos decks, ¡y un micrófono! Obviamente, este lugar fue durante toda esa década «nuestra guarida», la mía, la de mis hermanos y la de todos mis amigos —incluyendo al «Negro», que se la pasaba ahí y que fue apodado «Alex Sin-deck»—, así como de mi prima Gra, de Claudia y de «la Pelona», con quienes tenía la desfachatez de grabar nuestra voz encima de la de Yuri, Daniela Romo o Tatiana —sin saberlo, inventamos el karaoke antes de que el término fuera importado de Japón—: era una especie de Siempre en Domingo casero que quedó grabado para la posteridad en cassettes que todavía están por ahí empolvados.
Y es que de la Ciudad de México a Cuernavaca, Acapulco o Yucatán, tu mejor compañero era un cassette. Esto es algo que ha quedado atrás; algo que, hoy en día, ya nadie quiere ni puede hacer.
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