Hace casi tres décadas, científicos interesados en el comportamiento de los delfines nariz de botella —del género Tursiops— que habitan en las aguas de la Bahía Tiburón, en Australia, se dieron cuenta de que algunos de sus sujetos de estudio exhibían una conducta que los distinguía del resto: cargaban de manera cotidiana esponjas frente a su rostro —en su tapón nasal, si somos más quisquillosos…
Las esponjas (Echinodictyum mesenterinum) cubrían gran parte del rostro de los delfines portadores, impidiéndoles con ello no sólo abrir y cerrar la boca, sino también moverse y, por si no fuera suficiente, producir y recibir los sonidos que los delfines usan para orientarse y encontrar comida en el océano —es decir, la ecolocación, característica también de los murciélagos—. Esto llevó a los investigadores a preguntarse, dado que estos mamíferos marinos son famosos por no ser estúpidos, ¿para qué les sirve cargar una esponja frente a ellos día a día, año tras año, y hasta por doce horas continuas?
Animales que se automedican
Los científicos han acuñado el término zoofarmacognosia para referirse a la posibilidad de que varias especies utilicen plantas, insectos y otros animales, y hasta el suelo, para obtener sustancias que prevengan enfermedades —el equivalente a nuestra medicina preventiva—, mitigar o desaparecer síntomas, o curarse de diversos padecimientos. En 1987, el bioquímico Eloy Rodríguez propuso esta palabra —del griego ζωον, zoon, ‘animal’; φάρμακον, phármakon, ‘veneno, droga’, y γνῶσις,gnosis, ‘conocimiento’— para referirse a una práctica identificada desde hace siglos en distintas especies, pero recientemente explorada de manera sistemática por biólogos, químicos y médicos.
No es raro que más de un ecologista —que no es lo mismo que ecólogo— bisoño, al hablar sobre farmacognosia, se apresure a exclamar cosas como: «He aquí otro ejemplo de la sabia Naturaleza en acción», o «Los animales saben por instinto lo que es bueno para ellos». En realidad, la zoofarmacognosia no implica que los animales estén programados genéticamente con los conocimientos sobre qué plantas comer para aliviar sus males; estas prácticas de automedicación son consecuencia de la selección natural y, muy posiblemente, son estimuladas por el deseo que un animal tiene de mitigar sensaciones desagradables, como un dolor de estómago.
El aceite de los chimpancés… y un viaje en alfombra mágica
El caso que dio origen al actual interés en esta práctica se remonta a finales de los años 70, cuando Richard Wrangham y Toshisada Nishida, primatólogos que estudiaban a un grupo de chimpancés del Parque Nacional de Gombe, en Tanzania, notaron que estos primates ingerían hojas de una planta del género Aspiliaes de una manera poco ortodoxa: en lugar de masticarlas, las colocaban debajo de su lengua —cómo averiguaron esto los científicos sin que los chimpancés se los confesaran es una buena pregunta— y después de un rato se las tragaban enteras, a pesar de su sabor amargo.
Un posterior análisis de las heces fecales indicaba que las hojas de Aspilia pasaban completamente intactas, sin ser digeridas, 31desde la boca hasta el ano del chimpancé. Wrangham y Nishida se preguntaron, dado que laAspilia sabe mal y tiene un nulo valor nutritivo, ¿por qué se molestaban los chimpancés en ingerirla? La respuesta la obtuvo el ya mencionado Eloy Rodríguez al descubrir que las hojas son ricas en tiarrubrina-a, aceite rojizo que mata hongos, bacterias y parásitos intestinales que causan dolor de estómago y diarrea. Ante esta evidencia, los científicos concluyeron que los chimpancés consumían hojas de Aspilia como medicina, y estimaron que la ingesta per cápita era suficiente para aniquilar alrededor de 75% de estos parásitos, sin dañar al resto de las bacterias intestinales necesarias para una buena digestión.
Los primatólogos también registraron que los chimpancés consumían más hojas de Aspilia durante la temporada de lluvias, cuando abundan las larvas de parásitos y con ello el riesgo de infección. No menos interesante fue lo que Michael Huffman dedujo unos años después, en 1989, al hallar gusanos vivos en las heces fecales, unidos a la superficie rugosa de las hojas de Aspilia excretadas, «como si fuera velcro». Huffman señaló que las hojas les servían de «alfombra mágica» a los gusanos parásitos que se les pegaban al pasar por el tracto intestinal, en un viaje que, a diferencia del de Aladino, no los llevaba a la ciudad de Ágrabah sino a donde ya sabemos.
Luego de descubrimientos tan trascendentes en la rama de la «farmacología primatológica», queda por responder cómo aprendieron los chimpancés que podían emplear la Aspilia como antiparasitante troglodita —los chimpancés pertenecen a la especie Pan troglodytes— equivalente al Vermox Plus en humanos. ¿Quién habrá sido ese Galeno, ese Pasteur de los chimpancés, el primate pionero que, probando diferentes plantas, finalmente se dio cuenta de que tragar hojas de Aspilia lo curaba de ese molesto dolor de estómago?
A raíz de este análisis, los reportes anecdóticos —al estilo de «yo vi, con mis propios ojos, cómo ese animal se comía eso para curarse»— sobre el posible uso de plantas como medicina hicieron evidente la necesidad de estudios más sistemáticos para apoyar o desechar cada caso como ejemplo de zoofarmacognosia. ¿Es verdad que el elefante africano consume plantas de la familia Boraginaceae para inducir el parto? La orina de los rinocerontes asiáticos, ¿se vuelve naranja cada vez que éstos comen hojas de Ceriops candolleana para eliminar parásitos de sus riñones? Ante un ataque de lombrices intestinales, ¿los cerdos mexicanos deciden contraatacar masticando raíces de granada de la especie Punica granatum? ¿El elefante asiático usa leguminosas Entada schefferi como analgésico para resistir largas caminatas? ¿No está exagerando un poco la gente con el tema de «La Botica Animal»?
El café se descubrió en el año 300 de nuestra era gracias a que un pastor vio cómo las cabras consumían esas semillas para mantenerse despiertas durante la noche.
Ungüento capuchino
La zoofarmacognosia no sólo implica ingerir plantas. La antropóloga Mary Baker —quien no tiene relación con la harina para pastel— encontró que los monos capuchinos (Cebus capucinus) abrían los frutos de diferentes especies de cítricos, mezclaban su pulpa y jugo con saliva y, a manera de ungüento, se lo frotaban en la piel, posiblemente para repeler insectos y otros parásitos. Por otro lado, el biólogo Peter Wimberger notó que el hormigueo —anting, en inglés—, o «baño de hormigas», es una práctica común en cientos de especies de aves que se posan sobre hormigueros y permiten que un ejército de formícidos se suba en su plumaje para librarse de piojos y otros parásitos, que resultan aniquilados por el ácido que producen estos insectos —fórmico viene, precisamene, de formica, ‘hormiga’ en latín.
Y si de tragar y no sólo morder el polvo hablamos, la geofagia o «acto deliberado de consumir suelo y rocas como automedicación» se ha observado en macacos japoneses (Macacca mulatta), gorilas de montaña (Gorilla gorilla) y chimpancés. En estas especies, la geofagia es un medio para evitar la acidez estomacal, cubrir los requerimientos nutricionales de ciertos minerales y combatir problemas intestinales como la diarrea; además, ciertas arcillas son ricas en caolinita, mineral que es el principal ingrediente del famoso antidiarreico que nuestra especie consume como Kaopectate. Pero las que llevan el uso medicinal de la geofagia al extremo son las ratas, que consumen arcilla después de ingerir plantas altamente tóxicas: ésta absorbe los compuestos tóxicos, salvando así al roedor de morir envenenado.
De regreso con los simpáticos delfines nariz de botella, al parecer la explicación más probable —y no menos sorprendente— del uso de las esponjas es que sirven para proteger los rostros de estos mamíferos de ser atravesados por espinas o estiletes de organismos que yacen en el fondo marino, como peces escorpión, serpientes marinas y rayas. Gracias a la esponja, los delfines pueden perturbar el fondo y hacer que salgan las presas que yacen en él sin temor a terminar asaeteados. Sin embargo, y como en otros muchos casos, la hipótesis zoofarmacognósica no ha sido descartada aún.