Vine a Angkor a encontrarme con las dos doctrinas espirituales que más me atraen: el budismo y el hinduismo, que, curiosamente, contrastan entre sí. El budismo y la práctica de la meditación han tranquilizado mi mente, mientras que el hinduismo me divierte con las innumerables historias donde se entrelazan sus miles de deidades y respectivas encarnaciones ataviadas en colores fosforescentes.
La zona arqueológica de Angkor comprende más de 40 templos,
construidos entre los siglos VII y XV de nuestra era bajo el Imperio jemer.
Angkor Wat y el hinduismo
Construido como la capital del Imperio jemer y el templo a Vishnu, dios de la preservación, Angkor Wat no podía ser menos majestuoso de lo que es. Es tan grande y tiene tantos detalles seductores como sensuales, bailarinas apsaras de curvas pronunciadas y tocados elegantes, que uno tarda más de un día en apreciarlo. Así que no demoro el encuentro que me trajo aquí: visitar los bajorrelieves tallados con episodios del Mahabharata y el Ramayana, los textos épico-mitológicos de la India, sobre las osadas aventuras, trágicas desventuras y maliciosas intrigas por las que pasaron deidades, héroes y villanos.
Angkor Wat, el templo más grande en la historia, honra al Mahabharata, el poema más largo jamás escrito, con el bello bajorrelieve sobre la Guerra de Kurukshetra, el clímax de esta obra, en la que morirán todos los guerreros salvo los cinco comandantes del bando victorioso. Esta guerra pone fin al largo conflicto por el trono de Jastina Pura entre los Pandavas y los Kaurava, primos de dos ramas de la familia real y que crecieron como hermanos bajo el mismo techo.
Decenas de soldados en el bajorrelieve escoltan a Arjuna montado en un elefante dirigido por Krishna, una de las tantas encarnaciones del dios Vishnu, para enfrentar a Karna, comandante del ejército enemigo. Arjuna tiene el rostro encendido de enojo y el bícep exaltado a punto de lanzar la flecha que mata a Karna. Su triunfo se convierte en desconcierto y tristeza cuando su madre le revela que Karna era su medio hermano; esto es sólo una pequeña probada del intenso drama familiar del Mahabharata que me cautivó.
Después me dirijo a la cima de Angkor Wat, cuyas cinco torres se afilan con la altura y representan el Monte Meru, la casa de los dioses del hinduismo. La torre central es tan empinada que tengo que ayudarme con las manos por las escaleras exteriores, como si escalara un monte de verdad. Desde lo más alto, me maravillan el cielo azul infinito y la vista aérea de Angkor Wat, que es una representación del universo hindú:en un primer plano, un par de galerías concéntricas con sus torres representan las sierras circundantes del Monte Meru.
Más abajo está la Terraza del Honor, una gran superficie cubierta de pasto con un par de estanques artificiales donde viven flores de loto. Más allá, el portal de piedra se extiende como una muralla que encierra el área de Angkor Wat y para concluir, la fosa representa los océanos míticos que rodean la tierra. Sigue llenándose de agua a pesar de su inmensidad y de haber sido construida en el siglo XII, bajo el reino de Suryavarman II.
Angkor Wat y el budismo
A las 5:00 de la mañana ya me espera afuera de mi hotel Samnang para llevarme a Angkor Wat en su tuk tuk, un triciclo motorizado. Los visitantes van a contemplar el amanecer, pero yo voy a algo distinto. Sobre el camino pavimentado y envuelto por la selva densa en penumbra, Samnang acelera y el motor del tuk tuk parece una ruidosa matraca. Pero el canto de cientos de cigarras es aún más ruidoso y me obliga a taparme los oídos. Salimos del túnel de las cigarras y desciendo para cruzar la fosa de Angkor Wat por su puente de piedra. Alcanzo apresurada la Terraza del Honor, donde el sol comienza a desplegar sus rayos tras las torres del Monte Meru. El templo y el cielo naranja rosáceo se reflejan apaciblemente en los estanques. Pero yo no vine a este espectáculo.
Subo al primer recinto y la oscuridad casi total en las escalinatas me detiene, no por temor a caerme, sino porque sus altos techos me intimidan. Todos volvieron a sus hospedajes a prepararse para el día y el recinto está vacío, no me equivoqué en venir a esta hora. Así que venzo el miedo y sigo hacia arriba por las escaleras apenas iluminadas por el sol naciente para llegar a la Galería de los Mil Budas, que aún conserva poca más de una docena. Algunos están de pie y otros sentados, unos son gordos y otros flacos, son de madera o de piedra, pero todos con esa sonrisa ecuánime del Buda.
Me acomodo a meditar en las escalinatas de una de las cuatro fosas descubiertas de la Galería de este santuario que se convirtió en budista a finales del siglo XII. Soy la única alma en Angkor Wat, cierro los ojos y siento la espiritualidad que irradia el Monte Meru a mis espaldas, bañado con el naranja del amanecer. Ya no hay mil budas, pero como si los hubiera, los siento acompañarme en mi meditación, siento la paz que alcanzaron los monjes budistas que se han sentado aquí, como yo, en busca del silencio.
Ta Prohm, piedras y raíces
Los arqueólogos se esmeran por librar las zonas arqueológicas de la maleza. ¿Qué pasa cuando permiten que la vegetación siga creciendo? Ta Prohm es un misterioso ejemplo de ello. Hace 300 años una semilla germinó en el techo de la entrada del templo, ahora el árbol de seda ha alcanzado unos cuatro pisos de altura. Y como éste, hay más de una decena. El tejido raíces-piedras en el que se convirtió Ta Prohm es tan exótico que atrajo a quienes filmaron la película Lara Croft: Tomb Raider (2001).
Ta Prohm fue construido como templo hindú en el siglo XII de nuestra era durante el Imperio jemer, pero quienes lo aprovecharon fueron los monjes budistas, un siglo después de su construcción. Para fortuna del templo, los árboles de higo y de seda que dominan sus edificios son huecos y, por lo tanto, pesan poco. Su búsqueda por el suelo ha marcado el destino de Ta Prohm: las raíces de los árboles de seda se abren paso entre las piedras y desfiguran su alineación; las más gruesas parecen tentáculos que envuelven el templo, se cuelan por las ventanas, alcanzan la tierra, se prolongan por metros hasta que la penetran y se arraigan. Mientras, los árboles de higo seducen Ta Prohm cubriéndolo con cabelleras de raíces enmarañadas.
Ta Prohm y sus árboles viven un gran amorío. Como explica el arqueólogo Claude Jacques, las raíces actúan como soporte del templo. También son su debilidad: cuando el árbol muere o es derribado por una tormenta, una parte del templo se derrumba junto con él. Entonces, queda ante nosotros un corazón roto: grandes piedras tiradas sobre el suelo que ni el arqueólogo logra reconfigurar.
En mi exploración, me adentré por puertas enmarcadas con raíces para continuar por pasillos en penumbra. Busqué la luz en los huecos cavados por los árboles en los techos y los vi alzarse al cielo. Salí a los jardines y me detuve a contemplar a las bailarinas apsaras, talladas sobre los muros, las cuales se asoman sonrientes entre sus marcos de raíces. Subí por montículos de piedras derribadas, la mayoría de las veces, no había paso y di marcha atrás.
Llegué a una conclusión: Ta Prohm podría ser un templo dedicado al Dios hindú Shiva, encargado de destruir el universo y dar paso a su recreación. Bajo su poder, los árboles desbaratan Ta Prohm y lo recrean.
Fin.
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