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¿Vamos al cine?

La cinefilia, al parecer, es una cosa hereditaria. Mi mamá nos contaba a mí y a mis hermanos que, al llegar del trabajo, aun exhausta después de las jornadas en el hospital, acudía sin falta a las funciones de permanencia voluntaria a ver los clásicos de Alfred Hitchcock.
Cine. Imagen de una sala de cine por dentro

La cinefilia, al parecer, es una cosa hereditaria. Mi mamá —madre soltera y enfermera de profesión— nos contaba a mí y a mis hermanos que, al llegar del trabajo, aun exhausta después de las jornadas en el hospital, acudía sin falta al cine —dos o tres veces a la semana— a las funciones de permanencia voluntaria a ver los clásicos de Alfred Hitchcock —«después de ver Psicosis, les juro que me daba miedo meterme a las regaderas del hospital»—, las superproducciones de Cecil B. De Mille, de Michael Curtiz o los musicales de Fred Astaire y Gene Kelly.

Incluso, la santa señora se daba el lujo de adjudicarle la paternidad de cada uno de nosotros a su galán preferido del momento: Alain Delon, papá del mayor; Tyrone Power, del mediano… y a mí me dejaba a Charles Bronson. Sí, el más feo de todos; pero, para mi fortuna, «sex appeal mata carita».

Y es que, según intuyo ahora, la vida estresada de dobles y triples turnos en consultas, cirugías y urgencias, y la carga de criar sola a tres «hijos de Villa» como nosotros, debía tener una vía de escape. Y ésta era la pantalla grande, la comodidad de las butacas y el esplendor de las cintas de la Época de Oro de Hollywood, los impecables números musicales, la belleza de los escenarios y del romance de dos personas que tenía siempre —no como allá afuera— un buen final, feliz y duradero.

Permanencia «involuntaria»

Antes de los años 70, ir al cine no era cualquier cosa. Los códigos de vestimenta del México de aquellas épocas señalaban que uno debía andar bien vestido, peinado y con sombrero, en especial si iba al box, al teatro o al cine. Además, era un evento tan preciado que se ponía cierta atención al momento de elegir una función: la gente mayor recordaba que, cuando las películas eran mudas, la sala se elegía de acuerdo con el mejor «presentador», un individuo muy elegante que, antes de proyectar, se plantaba frente a la audiencia y, con dotes histriónicas y de orador, pormenorizaba la trama de la cinta en cuestión. Además, había una orquesta en vivo.

Para los que conocieron la experiencia del celuloide ya en las actuales multisalas, es importante aclarar lo que significaba «elegir la sala»: durante el Pleistoceno al que me refiero, una película se proyectaba en un cine específico, y éste constaba de sólo una sala —grande, mediana o chica—, con una única taquilla, una sola dulcería y un cácaro a cargo. Así que, si uno quería ver, por ejemplo, a Bruce Lee en Operación Dragón (1973), y ésta se exhibía sólo en el cine Jesús H. Abitia, había que trasladarse hasta aquellos linderos sureños de la Ciudad de México. Y así con las demás: la cartelera de cines se ordenaba alfabéticamente y uno podía buscar el cine más cercano «y ver qué había» o, en su defecto, buscar una película específica y recorrer los kilómetros necesarios para encontrarla.

Permanencia voluntaria, una modalidad extinta

Una modalidad de exhibición, por demás extinta, era la «permanencia voluntaria», que significaba justo eso: uno podía permanecer en la sala, si lo deseaba, mientras se proyectaban dos o hasta tres películas seguidas casi sin interrupción. Con lo atractivo que podía sonar esto, la mayor parte de las veces —en especial cuando uno era niño— significaba una verdadera tortura. ¿Usted se imagina ver, literalmente de un sentón, Los diez mandamientos (1953) —con sus 220 minutos— seguida de Ben-Hur (1959) —con otros tantos—, más sus respectivos intermedios? Es decir, ¿poco más de siete horas aplastado en una butaca desvencijada, ya húmeda y caliente, alternando la carga corporal en la asentadera izquierda, luego la derecha, izquierda, derecha?

Y, al cabo de las horas, terminar en un recinto que olía a piso de linóleo con refresco derramado y pegajoso, a comida y a humanidad, a cargo del tío soltero y consentidor, que invariablemente roncaba durante toda la función. Y luego hay quien pregunta por el origen del trastorno por déficit de atención.

En el cine también había comida, los niños jugaban, las parejas se besaban en el autocinema viendo películas «para grandes», hasta que llegaron los formatos para ver el cine en casa. Todo esto lo encuentras en el artículo completo en Algarabía 93, especial de cine.

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