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Una idea que cambió la visión de la vida

Una idea que cambió la visión de la vida

por Mario García Bartual

Las circunstancias que condujeron a Darwin a concebir su teoría de la evolución mediante selección natural se gestaron lentamente. A la vuelta de su viaje de casi cinco años en el HMS Beagle,[1] tenía que atender un montón de compromisos relacionados con las numerosas observaciones y hallazgos registrados. Resultaba primordial comenzar a clasificar el inmenso número de especímenes recolectados y contactar con otros naturalistas que pudieran ayudarle en tan ingente tarea. Desgraciadamente, los especialistas del Museo de Historia Natural estaban demasiado enfrascados en sus propios asuntos para ocuparse de sus problemas.

Trabajo en equipo

Los geólogos, sin embargo, se mostraron mucho más receptivos. A finales de octubre de 1836, Darwin se reunió con Charles Lyell, el geólogo cuyo libro tanto le había influido. Lyell y Darwin enseguida se convirtieron en excelentes amigos y compartieron secretos científicos el resto de sus vidas. Días más tarde, Darwin cenó con la familia de Lyell y tuvo ocasión de conocer al anatomista Richard Owen, cinco años mayor que él, que acababa de ser nombrado profesor del Real Colegio de Cirujanos. Owen se ofreció a estudiar los importantes fósiles que Charles había encontrado en Punta Alta. Hacia fin de año, Owen informó a Darwin que los fósiles guardaban un estrecho parecido con los modernos animales de pequeño tamaño que aún habitan Sudamérica. Darwin intuyó que una similitud tan marcada podría significar que los fósiles eran antepasados de las formas actuales.

Fue Owen, además, el que indicó a Darwin dónde almacenar su valioso cargamento naturalista. Le sugirió entregar su colección de pájaros y mamíferos a la Sociedad Zoológica de Londres. Su consejo fue excelente porque ello hizo que el taxonomista John Gould se decidiera a estudiar la colección de pájaros, mientras que George Waterhouse se ocupó de los insectos y mamíferos y Thomas Bell, de los reptiles. Las cosas comenzaron a marchar, por lo que pronto vendrían nuevas sorpresas.

Charles Lyell

Pininos literarios

Gould clasificó y exhibió la mayoría de los pájaros de Darwin en una serie de reuniones de la Sociedad Zoológica durante los primeros meses de 1837; y lo más importante: llegó a la conclusión de que los pinzones de las Galápagos pertenecían a un nuevo grupo de aves desconocido hasta entonces para la ciencia y que sólo se encontraba en esas islas. Además, parecía que las distintas especies de pinzones estaban restringidas a su propia isla, aunque no todos los especímenes estaban correctamente etiquetados para poder probarlo.

Darwin lamentó no haber sido más meticuloso con los pinzones, que ahora cobraban importancia capital, pues todo indicaba que habían seguido un proceso evolutivo similar a los sinsontes. No obstante, FitzRoy y su ayudante, Fuller, disponían de ejemplares bien etiquetados en su colección particular para apoyar la investigación y, generosamente, los entregaron. Darwin obtuvo, así, todos los pinzones cazados en las Galápagos e intentó febrilmente averiguar la procedencia de cada uno de los ejemplares, pero no logró obtener una idea clara de su distribución, con lo cual no pudo establecer el paralelismo que tanto buscaba con los sinsontes.

Curiosamente, hoy en día, los pinzones de las Galápagos se conocen popularmente como los «pinzones de Darwin» y, erróneamente, se ha resaltado la relevancia que tuvieron para que comenzara a barajar la idea de la evolución de las especies. Sin embargo, no fueron los pinzones, sino los sinsontes, los pajarillos que le pusieron en la senda evolutiva. Los pinzones sólo le dieron quebraderos de cabeza.

Imagen tomada de Wikimedia

¿Quién dijo que no sirve tomar apuntes?

Los fósiles argentinos y los animales de las Galápagos hicieron que Darwin empezara a trabajar de forma totalmente privada en una serie de cuadernos de notas que trataban de geología, transmutación de especies (evolución) y cuestiones metafísicas.

Estas importantes anotaciones sirvieron de base para escribir posteriormente El origen de las especies. Públicamente, empero, tenía que afrontar otros compromisos, como publicar los resultados de sus observaciones sobre geología e historia natural realizados en su periplo. Éstos aparecieron en el tercer volumen del Narrative of the Surveying Voyages of H. M. Ships Adventure and Beagle Between the Years 1826 and 1836 («Narración de los viajes de estudio de los buques de la Su Majestad Adventure y Beagle, durante los años 1826 y 1836») que se publicó en 1839.

El volumen I fue escrito por el capitán Philip King describiendo el primer viaje de 1826-1830. FitzRoy escribió el volumen II. Ninguno de los dos tuvo repercusión popular, si bien el escrito por Darwin se convirtió en todo un éxito de ventas. Tanto, que fue reimprimido con el título Journal of Researches into de Geology and Natural History of the Various Countries Visited by H. M. S. Beagle from 1832 to 1836 («Diario de investigaciones de la geología e historia natural de los países visitados durante el viaje del HMS Beagle desde 1823 hasta 1836»). Darwin, más tarde, dijo que ésta era su obra favorita entre todos sus trabajos publicados y que el éxito de «mi primer hijo literario siempre cosquillea mi vanidad más que ningún otro de mis libros».

Darwin el geólogo

Un aspecto poco conocido por el público fue que Darwin dedicó la mayor parte de su labor científica al estudio de invertebrados marinos que había capturado con una fina malla, diseñada por él, y que lanzaban desde el Beagle. Durante el resto de su vida, pasó largas y placenteras horas estudiando la anatomía interna de diminutas criaturas planctónicas con su microscopio. La mayor parte de este trabajo sigue sin estar publicado, pero recientemente han aparecido algunas transcripciones de sus notas.

No obstante, Darwin se consideraba a sí mismo, por encima de todo, un geólogo. Entre octubre de 1838 y octubre de 1846 publicó tres libros sobre la geología de Sudamérica, aspectos geológicos de las islas volcánicas, y la estructura de los arrecifes de coral.

Al tiempo que obtenía el reconocimiento de la comunidad geológica, seguía trabajando en lo que entonces llamaba «transmutación de las especies», que es lo que hoy en día entendemos por evolución —posteriormente, Darwin emplearía el término evolución a sugerencia del filósofo Herbert Spencer—. Como ya se ha indicado, sus especulaciones y razonamientos sobre el proceso evolutivo los plasmó en una serie de cuadernos de notas que son de la mayor importancia para los historiadores, pues en ellos se puede seguir el curso su pensamiento.

El primer cuaderno de biología moderna

El primero de ellos se denomina el Red notebook («Cuaderno Rojo»), que empezó a escribir a bordo del Beagle en mayo de 1836. Sus primeras 100 páginas están confinadas a aspectos geológicos, pero las siguientes entradas fueron escritas en Londres a comienzos de 1837 y en ellas aparecen consideraciones sobre en qué circunstancias pueden aparecer las especies. La siguiente serie de cuadernos fue numerada con las iniciales mayúsculas del abecedario, empezando por la letra A.

Esta serie se conoce entre los especialistas como los «Cuadernos de la Transmutación» (Transmutation Notebooks). Sin embargo, seguir todas las pistas ha sido tarea difícil, pues Darwin tenía la mala costumbre de arrancar hojas manuscritas de sus cuadernos para usarlas en otra parte y en orden distinto, aunque ha sido posible transcribirlas en el orden que probablemente fueron escritas.

El cuaderno A está dedicado totalmente a la geología y aspectos que sirvieron para la publicación de sus tres libros geológicos.

El cuaderno B es de especial importancia: en él, Darwin se pregunta «¿Cuáles son las leyes de la vida?». Luego, reflexiona sobre las relaciones entre la transmutación y el hecho de que todos los organismos están interconectados en una red que permite clasificarlos por grupos naturales. Esto le lleva a dibujar un diagrama ramificado para mostrar cómo diferentes grupos de animales podrían descender de un único ancestro. Nos encontramos, así, ante el primer diagrama evolutivo —que tan familiar resulta en los libros de texto— de la Historia. El desarrollo de esta idea se convirtió en la teoría de la descendencia común, la cual propone que la evolución ha tenido lugar, de manera escalonada, por modificación de las especies a partir de un tipo o forma inicial.

El cuaderno C trata sobre la intensa búsqueda de Darwin respecto de las leyes de la trasmisión hereditaria. Para ello consultó multitud de cuestiones con criadores de ganado y animales domésticos, preguntándoles sobre cómo cruzaban a los animales y los resultados obtenidos según los distintos tipos de cruzamientos.

En el cuaderno D se concentra en el papel de la reproducción y en un descubrimiento fundamental que le llega de manera indirecta. Como entretenimiento, Darwin lee Essay on the Principle of Population (1798) («Ensayo sobre el principio de la población») de Thomas Malthus y comprende, por primera vez, que en cada especie nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir y reproducirse. De esta manera, llega al concepto de selección natural, proporcionando así un mecanismo plausible para la formación de nuevas especies.

Imagen tomada de Libros de Biología

¡Santos percebes, Darwin!

Sus ideas habían madurado lo suficiente como para que, en 1842, escribiera un borrador preliminar sobre su teoría. Ese mismo año, también se traslada con toda su familia al tranquilo pueblo de Downe, situado a unos 23 km del centro de Londres. Allí viviría el resto de su vida, en un lugar apacible que conservaba entonces un ligero aroma feudal, pues los campesinos se quitaban el sombrero cuando veían pasar a personas distinguidas como los Darwin.

En 1844, escribió una versión más refinada de su borrador de 1842, aunque sólo los científicos más allegados a él conocieron su existencia entonces. Con todo, Darwin aún no se atrevía dar a conocer su trascendental teoría, pues sentía que su credibilidad científica debía consolidarse publicando un monumental trabajo que analizara y describiera muchas especies. A tal fin dirigió su atención a un proyecto tan aburrido como laborioso: la descripción y clasificación de los miles de percebes recogidos por él cuando viajaba en el Beagle.

Durante ocho interminables años trabajó con aquellos animales diminutos y anodinos, estudiando minuciosamente su anatomía y taxonomía. Llegó a confesar que odiaba los percebes más que un marinero en un barco con calma chicha. El resultado final fueron dos voluminosas monografías con las que Darwin se erigió como una autoridad mundial ¡en percebes!

Saliendo del armario… evolutivo

Hacia 1854 ya se había liberado de los percebes y podía dedicarse a su gran idea. Según la creencia popular, Darwin es recordado como un mero observador de la naturaleza. La verdad es que buscó de manera constante pruebas tangibles que apoyaran su teoría, y resultó ser un excelente experimentador. Para comprobar si ciertas plantas podían llegar a islas remotas, mantuvo durante meses semillas en barriles con agua de mar y, luego, las plantó para ver cuáles podrían sobrevivir a una larga travesía marina.

Hibridó plantas de jardín y se convirtió en un experto criador de palomas. Al trabajar en la selección artificial de organismos domesticados, podía establecer una analogía con la selección natural para explicar la gran variabilidad que hay dentro de las especies. Todo ello, sin embargo, le hacía posponer el «gran libro» que pensaba publicar sobre evolución. A comienzo de 1856, Charles Lyell le advirtió que debía darse prisa en escribirlo o, de lo contrario, alguien acabaría adelantándose. Estuvo en lo cierto.

Tal como había predicho Lyell, a raíz de su larga estancia exploradora por Indonesia, el naturalista inglés Alfred Russel Wallace formuló una teoría idéntica de la evolución mediante selección natural. La idea le vino durante un agudo ataque de fiebre malaria que le obligaba a postrarse durante horas. Fue un descubrimiento totalmente independiente que Wallace puso sin dilación por escrito. Lo tituló On the Tendency of Varieties to Depart Indefinitely From Original Type («Sobre la tendencia de las especies a desviarse indefinidamente del tipo original»). Decidió mandar el manuscrito a la única persona que, según él, podía apreciar su valor: el propio Charles Darwin.

La Evolución los hace… y ellos se juntan

El 18 de junio de 1858, Darwin recibió la carta de Wallace y, tras su lectura, quedó completamente atónito. Angustiado, escribió a Lyell reconociendo la situación: «Sus avisos de que alguien se me adelantaría se han hecho realidad con creces». Los encabezamientos del manuscrito de Wallace «podrían valer como títulos de mis capítulos», pues la coincidencia era sorprendente. Atormentado por la posibilidad de que Wallace publicara antes el descubrimiento, solicitó la ayuda de sus amigos, Charles Lyell y el botánico Joseph Hooker. El asunto era muy embarazoso, ya que algunos podrían acusarle de haber robado la idea a Wallace.

Hooker y Lyell decidieron arreglar el problema persuadiendo a la Linnean Society para que publicara, junto con el ensayo de Wallace, extractos del borrador de Darwin de 1844 y un resumen de una carta que envió al profesor norteamericano Asa Gray de la Universidad de Harvard. Los trabajos fueron leídos el 1 de julio de 1858, y Darwin y Wallace compartieron el honor como codescubridores de la teoría de la evolución por selección natural.

Imagen tomada de Wikimedia

Competencia evolutiva —literalmente—

Obsérvese que este «arreglo delicado», tal como se conoce, beneficiaba a Darwin y dejaba a Wallace en un segundo plano. Porque en ningún momento se le consultó sobre el asunto, debido a que el correo entre Inglaterra e Indonesia tardaba varios meses tanto de ida como de vuelta. Por si fuera poco, Darwin, Hooker y Lyell eran eminentes científicos británicos, de la alta sociedad, con gran influencia en los círculos académicos, y Wallace, apenas, un humilde naturalista, sin relaciones sociales. Poco podría haber hecho para protestar por el ninguneo. No obstante, Wallace nunca se sintió ofendido por este asunto y siempre consideró a Darwin el verdadero autor de la teoría: «Es suya y sólo suya», llegó a decir galantemente.

Para evitar que Wallace tomara la delantera, Darwin se puso por fin a escribir diligentemente El origen de las especies, con sus 155 mil palabras, en sólo trece meses. Estaba concebido únicamente como un resumen del «gran libro» y, por ello, lo tituló al principio An Abstract of an Essay on the Origin of Species, etc. («Extracto de un ensayo sobre el origen de las especies, etc.»), pero el editor, apropiadamente, decidió suprimir las tres primeras palabras. Su «gran libro» nunca lo llegó a terminar, como era de esperarse.

El gran libro, finalmente

El origen de las especies apareció en las librerías el 22 de noviembre de 1859, y toda la edición de 1 250 ejemplares se vendió inmediatamente. El libro es una larga demostración de cómo miles de hechos relativos al mundo vivo pueden ser explicados por el fenómeno de la evolución. Las similitudes y diferencias entre especies indican orígenes comunes y no creaciones distintas e independientes realizadas a partir de un plan divino. Este aspecto preocupaba especialmente a Darwin, pues era muy consciente de que tal aseveración ponía en entredicho siglos de teología cristiana. Por eso, a lo largo de El origen de las especies, plantea constantemente críticas y objeciones a sus postulados. Sin embargo, éstas no pueden refutar la sólida lógica de su razonamiento, llevándole a unas conclusiones que cambian radicalmente la visión de la vida y la naturaleza, a pesar de todos los cuestionamientos posibles que él mismo aduce antes de que puedan hacerlo sus críticos.

Tras probar que la evolución es el fenómeno que puede explicar las múltiples observaciones recogidas del estudio del registro fósil, la biogeografía, la anatomía comparada, la embriología y otras especialidades, Darwin propone un mecanismo para dar sentido a cómo funciona la evolución. Éste es la selección natural, que consiste en un proceso de dos pasos.

  • El primero: las especies son muy fértiles y muestran gran variación, no suele haber dos individuos idénticos.
  • El segundo: sobreviven y se reproducen mayoritariamente aquellos individuos con cualquier ligera ventaja sobre los de su especie; los caracteres más aptos se preservan y acumulan en sucesivas generaciones. Este proceso hace que, lentamente, las poblaciones se adapten a su entorno a lo largo del tiempo. Tras numerosísimas generaciones, los caracteres que se acumulan gradualmente pueden formar nuevas variedades y, por último, nuevas especies.

A pesar de que el libro es denso y de difícil lectura, su contenido produjo una enorme agitación que tal vez no sólo se deba a su enorme calidad científica. Como señaló el crítico literario y periodista, Stanley Edgar Hyman, se trata de una obra con la estructura de un drama trágico y la textura de un poema. En sus páginas, Darwin exhorta al lector a percibir la «grandeza de esta concepción de la vida» que él mismo ha descubierto tras décadas de estudio y que ahora ofrece como un testimonio personal. A través de sus ojos ya no contemplamos una flor o un insecto como elementos aislados, sino como personajes de un turbulento drama de conflicto y competencia, un paisaje dinámico de organismos en plena lucha por la existencia.


Mario García Bartual es un paleontólogo apasionado por la evolución humana. Probablemente, en otra vida fue un Autralopithecus que fabricaba toscas herramientas de piedra en el este de África. Hoy, se le puede hallar en Twitter como @MarioGBarrtual.


[1] v. «Charles Darwin y el viaje del Beagle», en Algarabía 189 (julio 2020), pp. 76-85.

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