Antonio Tabucchi (1943-2012) fue un notable profesor de lengua y literatura portuguesa y también un extraordinario narrador. Quién mejor que otro gran escritor, ensayista y traductor, para aproximarnos a la obra de este literato italiano.
Existe un tipo de escritor, quien por vocación única se convierte en una unidad que asimila lenguas diferentes. Su obra es puente y sitio de encuentro. Acto nupcial de dos o más culturas. Antena que percibe lo que realmente importante sucede entorno a la casa y más allá del horizonte. El resultado: otra escritura también marcada por su especificidad radical. Se me ocurre señalar a Borges, a Pessoa, a Larbaud. Y añadir ahora a Antonio Tabucchi.
Desde Lisboa el mundo se ve de otra manera
Sospecho que si este joven narrador italiano no hubiese vivido en Lisboa y recorrido el mundo marcándose como punto de referencia los actuales y antiguos confines lusitanos, si no se hubiera sumergido a la edad debida en la literatura de ese país y amado sus peculiaridades más específicas, su obra hubiera sido diferente. Sería, de eso estoy seguro, menos original. Quizá la melancolía, el humor y la elegancia que impregna en sus relatos estén en él y no en sus circunstancias. Es posible que de cualquier manera hubiesen aparecido en sus escritos. Sí, lo admito, pero quiero creer que aquéllos tendrían entonces una tonalidad distinta; que elegancia, humor y melancolía serían diferentes y carecerían de la magia y la fascinación que les es habitual. Es aun posible que la lectura de ciertos autores hubiese producido en él una resonancia distinta y conformado otra alquimia de no haber pasado por el filtro de sus lecturas portuguesas.
Todo en Tabucchi parece configurar un oxímoron perfecto. Sus relatos están tejidos con elementos que por lo general, uno acostumbra considerar como irreconciliables. El gran sueño y la trivialidad cotidiana; la cultura como alimento imprescindible de la existencia y, a la vez, la suficiente carga de ironía para leve, generosamente, dudar de las soluciones que ofrece esa cultura. Presente y memoria, meditación y movimiento.
Uno de los procedimientos con que Tabucchi se solaza consiste en mostrarnos un rostro de la cotidianidad y advertirnos, párrafos adelante, con cierto guiño irónico, que lo que contemplábamos era su revés. Sin embargo, algunas constantes son invariables: la elegancia ligera, el sabio sentido de la economía del relato, el permanente registro lúdico. Virtudes que rechazan cualquier tentación retórica y pomposa y lo alejan de todo pathos innecesario. Hay también una suave niebla de melancolía que envuelve, protege y, a momentos, permea la narración.
Tabucchi en los años 90.
Dos fieras en celo
Dama de porto Pym (1984) fue el primero de sus libros traducido al castellano. Conjunto de narraciones, fragmentos de memorias, diarios de viaje, notas personales, la biografía del poeta Antero de Quental contada a la manera de una vida imaginaria, un deambular constante por las islas que componen el archipiélago de las Azores, crónica costumbrista de las ballenas y de los balleneros, ecos de conversaciones, abstrusos textos legales. Elementos a primera vista enemistados entre sí y, sobre todo, con la literatura, transformados por una firme voluntad de forma en ficción pura. Tolstoi reflexiona al escribir Ana Karenina que una trama para cumplir su total intensidad narrativa tiene que ir acompañada de una acción paralela, cuya semejanza o disparidad, potencia o distorsiona la acción central. Al lado de la tempestad que viven Ana y Vronski fluyen las relaciones de Levin y Kitty. Algunas de las páginas más hermosas de la novela están consagradas a este segundo idilio, cuya presencia parece justificarse por el hecho de distanciar al lector de tanto en tanto de las dos fieras en celo que forman la pareja protagónica.
Cada vez que el lector vuelve a encontrar a Ana y a Vronski, el interés por sus circunstancias ha crecido, los encuentra con ansiedad enriquecida, entre otras cosas por la luz que la otra acción, la paralela, refleja sobre sus vidas. No era un procedimiento nuevo en la literatura. Nada de hecho, lo es. Shakespeare lo había utilizado ya tiempo atrás en buena parte de sus dramas. […]
«Sus relatos están enfundados en marcos muy concretos. Tan precisos, que logran transmitir una dosis intensa de visibilidad a lo narrado: al mismo tiempo, en virtud de esa nitidez y precisión, terminan por difuminarse.»
S. P.
Ritmo sosegado
Una historia, más bien la astilla de una historia, cuyo principio y fin no conocemos, aparece en las páginas iniciales. Un escritor de nuestros días se acerca a las Azores en compañía de una amiga. No lejos del barco aparecen las ballenas. Marcel, el escritor, parece no advertirlas; habla en cambio, sin cesar de la novela y la obra teatral en que ha trabajado durante su estancia en el archipiélago. Se deleita en referirle a su amiga el éxito que espera obtener, lo mucho que darán que hablar esos trabajos. Un amor fincado en el pasado se menciona al azar. ¡Albertine, nada menos! La amiga comenta que ha pasado unos días a su lado, y, ante el sopor del otro, hace una apología de aquella mujer desdichada y generosa.
En medio de esa trivia cargada de ironía, Tabucchi nos aproxima al mundo de las ballenas. Marcel no ha ido a las Azores a «remojar su magdalena»; no le interesa la recuperación de ningún tiempo perdido sino el éxito más o menos facilón de sus empeños. Tampoco le interesa mayor cosa la mujer que lo acompaña ni el mar que lo rodea, en el que ni siquiera parece reparar. ¡Un naufragio minúsculo, exiguo, desprovisto de consecuencias, no en alta mar sino en una taza de brebajes farmacéuticos!
«En Dama de porto Pym, Tabucchi crea un río de acciones paralelas, una gozosa diversificación y fragmentación de intenciones, con una finalidad primordial: hacer participar al lector de ese relato en la paulatina desaparición de dos especies que parecen simbolizar una energía natural en el ocaso: las ballenas y sus proverbiales enemigos, los balleneros. Todo nos acerca a ese sordo desastre.»
S. P.
Tabucchi.
A partir de ese momento, con ritmo sosegado, sin premuras, el autor se preocupa por hacernos saber todo lo que considera necesario para la comprensión de las Azores, su historia, ciertos rasgos de sus pobladores, la fauna descomunal que cada vez con menos frecuencia se acerca a sus aguas. Una emoción contenida imanta páginas voluntariamente dispares. La adjetivación, siempre exacta, puede en su sobriedad producir momentos fastuosos. El relato sobre Antero de Quental nos permite conocerlos:
…Pasó por sus islas como un tribuno de verbo ardiente, conoció la arrogancia de los poderosos, la adulación de los avispados, la pavidez de los siervos. Le animaba el desdén, y escribió sonetos de sarcasmo y furor. Conoció también la traición de algunos compañeros y la ambigua alquimia de quien consiguió conjugar el interés común con su propio interés. Era un momento de hombres prácticos y él no lo era, y esto le infundió un sentimiento de desolación, como niño que pierde la inocencia y descubre de pronto la vulgaridad del mundo.
Unas cuantas páginas después, Tabucchi reproduce un reglamento de la caza de los cetáceos. Léase cualquier artículo, el 64, por ejemplo:
En el caso de que en el mar o en la costa se encuentren cetáceos muertos o agonizantes, quien los encuentre debe comunicar de inmediato el hecho a las autoridades marítimas, las cuales procederán a realizar averiguaciones necesarias para descubrir eventuales arpones registrados. En caso positivo, los cetáceos serán entregados a los legítimos propietarios de los arpones. El descubridor tendrá derecho a una compensación que será liquidada en los términos del artículo 685 del Código Comercial.
Amor y locura
De la cercanía y roce de esos estilos contrastantes está hecha la novela. La única ambición estilística de un código jurídico es su precisión. Sin embargo, esta prosa leguleya llega a contagiarse del ritmo y la energía desplegados en los otros pasajes y el reglamento entero se lee como un trozo hábilmente matizado dentro de la historia de pasión que poco a poco se va configurando. En el relato final, el que da título al libro, el cantante de un local turístico, un expresidiario, cuenta con la intensidad de tono que imprime por la noche a sus canciones, un pasaje de su vida. Su confesión tiene la naturalidad artificial de un acto ampliamente ensayado, repetido muchas veces. Una historia trillada: amor, celos y muerte. La estilización a que el cantante la somete podrá ser todo lo artificial que se quiera, pero su intensidad es auténtica.
Todo hombre acaba por matar lo que ama. El hombre destruye ese signo majestuoso de la naturaleza que es la ballena. Con el mismo arpón con que solía cazar en alta mar, Lucas Eduino mató a la mujer que había creído suya. El libro parece cobrar de repente un nuevo sentido: la relación entre las ballenas y lo que habíamos llamado su enemigo, el hombre, revela su carácter carnal, un caso extremo de amor y de locura. Dos fuerzas de la naturaleza celebran una especie de danza bárbara un ritual erótico, donde el vigor y la sangre son elementos fundamentales. Es la danza de dos fuerzas destinadas a la extinción.
Las imágenes que ofrece el laberinto
Si Nocturno hindú mantiene un desarrollo más lineal que Dama de porto Pym, lo compensa con una mayor complejidad en los enigmas que propone. Un hombre busca a otro en un laberinto inextricable: la India. La búsqueda termina convirtiéndose en una persecución. Mínimos son los datos que el lector conoce sobre el perseguidor y el perseguido. Del primero sólo sabe que sus amigos lo llaman el ruiseñor italiano: el otro lleva el nombre de Xavier Janata Pinto. Tiempo atrás compartieron en Lisboa vagos afanes literarios, y tal vez algunos amoríos; una tal Magda, una tal Isabel aparecen en la memoria del buscador como fichas sentimentales intercambiables. Todo tiene en la investigación del italiano y en las respuestas que se le ofrecen, un aire secreto, un aura de ocultismo. Por lo general las instancias de esa búsqueda transcurren en la noche y terminan al comenzar el día. La atmósfera nocturna acentúa la calidad de sombras de los protagonistas, el carácter sonámbulo de la marcha, el adelgazamiento de unos diálogos que terminan por adoptar ese tono de imprecisión extrema que poseen en los sueños:
—¿Era amigo suyo?
—En cierto sentido —dije yo—; hace tiempo de eso. Escribía cuentos.
—Ah —dijo—, ¿de qué trataban?
—Bueno —respondí— no sé muy bien cómo explicárselo; digamos que hablaban de fracasos, de errores; uno, por ejemplo, se refería a un hombre que se pasaba la vida soñando en un viaje, y cuando finalmente tiene la oportunidad de hacerlo, ese día se da cuenta de que ya no lo desea.
La única descripción que el italiano hace de su amigo parece surgir de un mundo alucinado: «Cuando sonríe parece triste».
Tabucchi en sus últimos años.
Ficción y metaficción; novela y teoría de la novela. Lenguaje minado, empeñado en un juego de alto riesgo. «Tengo por la vida el interés de un descifrador de charadas», escribió una vez Pessoa. Ese principio parece animar la escritura toda de Tabucchi. Xavier Janata Pinto podría ser una versión contemporánea de Rimbaud. Una nueva aparición de Kurt, el de El corazón de las tinieblas. Como ellos, ha abandonado Europa para refugiarse en un mundo que implica negación. Como ellos, ha destruido sus antiguos prestigios y adoptado, quizá voluntariamente, una profesión que sospechamos innoble.
Rimbaud trafica con armas en Etiopía: Kurt, en el corazón de África, se convierte en un monstruo. Jamás llegamos a conocer la profesión elegida por Janata Pinto en la India. Sólo sabemos que ha convertido su vida en un enigma, que transcurre en la sombra, que ha destruido uno a uno los puentes que lo unían con su ser anterior. Su residencia habitual la constituyen algunos hoteles de lujo desparramados a lo largo del inmenso país. Ha cambiado su nombre por uno inglés, Nightingale, que le permite mantener una relación unilateral y secreta con el ruiseñor que lo busca. Tal vez, a tono de la época, se haya convertido en un magnate del tráfico de drogas:
—Xavier —dice una prostituta— había escrito tantas cosas, y un buen día lo quemó todo. Estaba aquí en este hotel, cogió una palangana de cobre y le prendió fuego a todo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Estaba enfermo —dijo—, su naturaleza tenía un destino triste.
«Cada nuevo detalle concreto que añade el autor contribuye a potenciar el núcleo inexpresable de la historia. Pienso, cuando lo leo, en ciertos paisajes de la pintura metafísica italiana donde todo es nítido, exacto, certero, y al mismo tiempo definitivamente irreal.»
S. P.
Como prescribe el famoso poema de Cavafis, el viaje a Ítaca ha sido largo, muy largo. El protagonista llega y no llega a su destino… Ha tocado la superficie de algunos misterios; ha encontrado, me parece, una imagen que tenía extraviada. A través del otro ha logrado tal vez reconciliarse consigo mismo.
La gran metáfora del universo
El juego del revés es un libro de cuentos. Y es magistral. Aquí, el equívoco parece convertirse en la gran metáfora del universo. En casi todos los relatos que integran esta colección el lector acaba por descubrirse observado por el ojo cómplice del narrador.
El uso invariable de la primera persona funciona para ello a la perfección. Son relatos que ocultan con gran habilidad uno o varios enigmas. Sólo al final, como en La casa de Asterión de Borges, una alusión casual nos revela sorpresivamente la verdad.
Un hecho, a menudo de sangre, una historia pasional que desborda sus cauces, un problema de soledad tan exacerbado que se aproxima a la locura, aparece donde menos se les espera. La vida es el juego que comprende todos los juegos: bajo su superficie se ocultan significados prodigiosos. Haciendo uso de las palabras de Tabucchi sobre Pessoa, podría afirmarse que el escritor italiano «ha creado una solemne y ridícula charada de la vida, insensata y a la vez llena de sentido». Todas las situaciones —menos una— que viven los personajes parecen estar vistas con igual generosa simpatía.
«Vamos a vivir esta vida como si fuera al revés. Por ejemplo, tú piensas esta noche que eres yo y que me estrechas entre tus brazos», dice un personaje del primer relato, el que da título al libro. Ya allí el elemento lúdico señala la tónica: «Todos vamos a ser otros, vamos a intentarlo al menos, y vamos, siendo otros, a abrazarnos con nuestros propios brazos.»
S. P.
Hay quienes juegan con dolo, convierten el juego en trampa, como la joven trepadora de Paraíso celeste, uno de los personajes más antipáticos con que recuerdo haber tropezado en mi vida de lector; o Marcel, el que escribe en las Azores dramas «qué dará mucho de qué hablar», o el hispanista de Pequeños equívocos sin importancia, que hace de su vida un monumento al oportunismo. Forman parte de una raza maldita. […]
Las carreras, la exacerbación del ego, las escaleras del ascenso, contienen una carga de vulgaridad no sólo moral, sino también, y sobre todo, estética.
Con Mastroianni, cuando éste hizo la versión cinematográfica de Sostiene Pereyra.
El perfecto modelo de un texto críptico
Cada uno de los cuentos de El juego del revés es un acertijo que sólo al final revela su secreto o permite, al menos, vislumbrarlo: uno de los relatos, el que más me impresiona, «Las tardes del sábado», conforma el perfecto modelo de un texto críptico. Igual que en La historia aburrida de Chéjov —que no es un relato de misterio— o en La vuelta de tuerca de Henry James —que sí lo es—, cada lectura entrega no sólo una solución diferente, sino que da la impresión de leer siempre un texto diferente. «Las tardes del sábado» es uno de los cuentos mejor narrados que pueda alguien imaginar.
En una casa donde de hecho todo el mundo exterior ha sido clausurado, donde vegetan una madre, sus hijos, un adolescente y una niña, vemos avanzar el verano, cargado de presagios amenazadores, sobre los personajes. El hijo narra, con lenguaje simplísimo y maravilloso, la historia cotidiana de ese verano, las lecciones de latín, los juegos absurdos de la hermana, la monocorde vida de la casa. El exceso de luz que cae a plomo sobre la villa, adormeciéndola sólo en apariencia, nos ciega al grado de sólo permitirnos intuir los sentimientos que allí se incuban, sin lograr precisarlos. Bastaría este relato para darle a su autor el alto sitio donde su narrativa se sitúa.