La historia del arte está plagada de enormes talentos que, a pesar del paso del tiempo, siguen gozando de admiración y reconocimiento como Tintoretto, Caravaggio, Jacques-Louis David, Frans Hals, Auguste Rodin, etcétera. Lo que ignoramos es que alrededor de ellos, como de muchos otros hombres, hubo mujeres que no sólo les sirvieron la comida o les remendaron la ropa, sino que también compartieron su pasión por el arte, su talento y entrega. Mujeres cuyos nombres no nos dicen gran cosa pero que, sin embargo, trabajaron en beneficio del arte y de la mujer misma, rompiendo esquemas y sentando precedentes.
Históricamente el papel de la mujer ha estado relegado al cuidado de la casa, los hijos y el marido. En la Edad Media los padres dictaban el futuro de sus hijas, ya fuera casándolas con un buen partido o dedicándolas a la vida religiosa. En ocasiones, ingresar en un convento resultaba más benéfico, esto significaba que en lugar de servirle a un hombre que probablemente no amaban y parir una docena de hijos, aprenderían a leer y a escribir, estudiarían filosofía y teología; las más dotadas aprenderían a hacer manuscritos ilustrados y, pasado el tiempo, hasta osarían ilustrarlos con sus autorretratos.
El Renacimiento y el pensamiento humanista permitió que Sofonisba Anguissola (1527-1625), hija de un noble italiano, fuera alentada a desarrollar su talento en la pintura. Fue alumna de Bernardino Campi, y tal fue su éxito, que la invitaron a la corte de Felipe II de España para retratarlo a él y a la familia real. Sin embargo, no se conservan muchas obras suyas. Su reputación como mujer inteligente, bella y educada trascendió a la par de su trabajo.
Escasamente surgieron otros talentos, hijas o hermanas de pintores que eran entrenadas y adiestradas para ayudar en los talleres familiares, lo cual representaba un buen negocio, pero sus carreras a menudo se truncaban con el matrimonio o al permanecer como las «eternas asistentes del taller». Un ejemplo de ello es Marietta Robusti «La Tintoretto» —sobra decir de quién fue la hija predilecta.
Tintoretto le enseñó su técnica que, en perjuicio de Marietta, provocó que no se pueda distinguir más que una de sus obras de entre las de su padre: Un hombre viejo y un niño, pintado en 1585, cuadro que ostenta junto a la firma una M. Marietta nunca quiso abandonar a su padre y sólo aceptó casarse con el único pretendiente que estuvo de acuerdo con vivir en la casa paterna; su carrera terminó cuando murió de parto en 1590, a los 30 años.
Una de las mejores y más célebres pintoras de todos los tiempos fue la hija de Orazio Gentileschi, uno de los pintores del taller de Caravaggio. Su padre pronto descubrió el gran talento de Artemisia (1593-1652). En este taller ella recibió la influencia del realismo y la iluminación casi teatral de Caravaggio, y conoció a Agostino Tassi, uno de los discípulos a quien más tarde el mismo Orazio acusó de haberla violado y de haberle robado sus pinturas.
Hubo entonces un juicio público donde la única perjudicada y humillada fue la propia Artemisia, ya que fue examinada físicamente y su reputación quedó dañada. Este hecho la alentó a trabajar en temas donde la mujer es la dueña de la situación; realizó por lo menos siete versiones de Judith decapitando a Holofernes (1612-1613). La obra de Artemisia ha dado pie a pensar en ella como precursora del feminismo: pudo desligarse de la tutela paterna, pintar y viajar a su elección por varias ciudades europeas; eligió al que fue su marido y tuvo dos hijas, a quienes educó en el arte y la cultura.
Todavía, hasta la fecha, y a pesar del feminismo, la revolución sexual, el cambio de roles y la igualdad de sexos, es difícil encontrar en los libros de arte, menciones y muestras del trabajo de todas estas y otras mujeres artistas, antes víctimas de su época o de sus padres, hermanos o maridos, y ahora, víctimas de los editores y del olvido.