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La sequía en la Ciudad de México

sequía en Ciudad de México

La higiene no era el mejor hábito de los capitalinos: muchos destinaban el domingo a su aseo personal y pasaban el resto de la semana dándose rápidos baños de gato. El sistema de aguas no pudo elegir peor día para fallar y la sequía en la Ciudad de México no se hizo esperar.

Desde muy temprano, ejércitos completos de fámulas 1  fueron vistos en la calle con baldes en las manos. Un desastre impensable se había consumado.


La Ciudad, decía un periodista, «había perdido el canto del agua». Con el pelo enmarañado y lagañas en los ojos, la gente se sentó a esperar. Pero iba a resultar muy largo aquel domingo.
«El agua es huevona: siempre se va por el camino más fácil». Marino Hernández B. «Marianito»

Sequía por descuido

Desde la instalación del moderno sistema de distribución de agua potable, que comenzó en 1903 durante el gobierno de Porfirio Díaz, y culminado en 1912 bajo la administración de Francisco I. Madero, cada habitante de la capital solía disponer en su domicilio, con el simple hecho de girar un grifo, de un promedio diario de 240 litros de agua.

Cuando cayó la noche, los baños de cines, cantinas, teatros y restaurantes se estaban convirtiendo en zonas de desastre.

Al día siguiente se esparció la noticia de que, a causa del descuido de un empleado, los motores eléctricos que ponían en marcha las bombas de agua de la planta de la Condesa —en donde concluía el acueducto proveniente de Xochimilco— se habían mojado.

El director de Aguas Potables anunció que iba a tomar tres días desarmar, secar, reparar y volver a montar la maquinaria.

Entregó al público una mala noticia: en ese lapso la ciudad carecería de líquido suficiente para satisfacer sus necesidades. «El agua almacenada —dijo— sólo permitirá abastecer a la población durante dos horas diarias».

La gente agolpó cubetas bajo los grifos para surtirse en el horario señalado, pero el agua no llegó. A tres días del desperfecto, el Ayuntamiento informó que el problema se prolongaría a lo largo de la semana, «hasta el sábado o el domingo siguiente».

Comenzaban, en cascada, los males que desataron una crisis que dejó en las calles decenas de muertos y heridos por la falta de agua.

Desde la tribuna de los diarios, las plumas más influyentes acusaron al gobierno de engañar a la población. Algunas pedían que el primer mandatario, Álvaro Obregón, disolviera el Ayuntamiento; otras se preguntaban para qué demonios pagaba la gente el impuesto de aguas.

De las atarjeas 2 comenzaba a desprenderse un hedor insoportable. Los baños de los hogares eran semejantes a los de las cárceles.

Innumerables vecinos viajaban, desde todos los puntos de la ciudad, a las colonias San Rafael y Santa María, en donde algunas casas con pozos artesianos 3 obsequiaban líquido a los necesitados.

Éstos hacían filas inmensas, y después de esperar horas eternas frente a los pozos volvían a sus domicilios acarreando el agua en botes de hojalata.

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Agua de las piedras

Seis días después del arribo de la emergencia, la ciudad se consumía de angustia, rabia y desesperación. La mayor parte de las actividades se habían derrumbado. Por las calles y las plazas desfilaban «verdaderas caravanas […] buscando ansiosamente el indispensable elemento».

La sequía en la Ciudad de México provocó que muchos se arremolinaban en las tomas de agua, intentando abrirlas por la fuerza. Otros se encaminaban hacia canales infestos de donde extraían un líquido turbio que luego vendían a precios increíbles.

«La gente se encargó de obtener agua con sus propias manos». Tras una complicada serie de pruebas infructuosas, se admitió que no había forma de poner en marcha el motor de arranque, «la llave de toda la maquinaria que hay en la Condesa».

El presidente municipal declaró que la compostura tardaría por lo menos otras 48 horas, y la prensa ardió en santa indignación. «Ya no hay pronóstico en lo que se refiere a la fecha en que habrá servicio de aguas, pues nadie cree nada, ni se tiene confianza en nadie».

El diputado Jorge Prieto Laurens aseguró que la administración municipal había traficado con las piezas de repuesto de la estación de bombeo, vendiéndolas como fierros viejos. El alcalde fue acusado de descuido, negligencia, corrupción.

Para entonces, la ciudad había viajado varios siglos en el tiempo. El estancamiento de inmundicias en excusados y atarjeas, los enjambres de moscas que sobrevolaban la urbe, la mugre adherida a las manos y las uñas, perfilaban la llegada de un temido fantasma: la epidemia.

Ante «el punible abandono de los servicios públicos», la gente se encargó de obtener agua con sus propias manos. En la calle Nuevo México, un vecino razonó que «estando la ciudad edificada sobre un lago, todavía es posible encontrar depósitos de agua, y aun corrientes, a pocos metros de profundidad».

Tres horas de trabajo le bastaron para abrir un pozo y encontrar un venero de agua sucia que de inmediato fue aprovechado por los moradores de la calle para lavar trastos, y «otros usos». En patios de vecindad, en corrales y solares, la gente se entregó a cavar con denuedo. Había llegado el momento de sacarle el agua a las piedras.

Violencia en las calles

El martes 28, un arrebatado debate en la Cámara de Diputados avivó una tempestad por la sequía en la Ciudad de México. 

Cierto diputado anunció que la paciencia de los ciudadanos se había agotado «como el agua misma» y pidió que el pueblo imitara el día en que la turba quemó las Tullerías «para dejar una muestra perdurable de lo que es capaz la vindicta pública».

Los gritos de«¡Abajo el Ayuntamiento!» y «¡Que fusilen a los regidores!» cimbraron el recinto.

Las pancartas pedían «¡Agua, agua, agua!». Cuando la columna llegó ante el edificio del Ayuntamiento, la multitud lanzó piedras contra las ventanas. Nadie supo quién inició los disparos.

Manifestación en contra del ayuntamiento, 1922 – Fototeca Nacional, INAH

El miércoles 29, el Partido Laborista Mexicano convocó a una marcha: unos dos mil miembros de asociaciones sindicales, partieron de las oficinas de la Confederación Regional Obrera y avanzaron rumbo al Zócalo. En el trayecto se les agregaron tres mil manifestantes debido a la sequía en la Ciudad de México.

El rugido era imponente. Las pancartas pedían «¡Agua, agua, agua!». Cuando la columna llegó ante el edificio del Ayuntamiento, la multitud lanzó piedras contra las ventanas. Nadie supo quién inició los disparos.

Una lluvia de plomo barrió los tranvías aparcados en el Zócalo. Mientras un grupo de manifestantes se dispersaba, otro se arremolinó contra las puertas del Ayuntamiento y comenzó a golpearlas.

El gobierno municipal estaba colocando azulejos en la fachada del edificio: en el lugar había varios andamios. La muchedumbre desmontó los maderos y, empleándolos como arietes, atacó las puertas.

Dentro del palacio se encontraban fuerzas de la gendarmería montada y municipal. Dispararon desde las azoteas con intención de «amedrentar». Pero las balas causaron el efecto contrario. Y al fin, en medio de un estruendo, las puertas del Ayuntamiento cayeron.

Unas 200 personas enardecidas cruzaron el zaguán del edificio. Según El Universal, las recibieron a balazos desde el patio. «Del zaguán salía un río de sangre que hacía la misma impresión de los caños del Rastro, en las horas de matanza», escribió un reportero.

A través de los cristales rotos de una oficina, uno de los manifestantes lanzó una estopa empapada en gasolina. En la habitación había varios muebles de madera; el piso se hallaba cubierto por una alfombra. Las llamas comenzaron a lamer el departamento de licencias y el despacho del Tesorero.

Se escuchó un grito:«¡A quemar el Palacio Municipal!» .La marabunta encendió periódicos y prendas de vestir, y las arrojó convertidas en bolas de fuego sobre varias dependencias. La parte izquierda del Ayuntamiento se incendió. El municipio que había provocado la escasez carecía de agua para apagar el incendio.

Manifestación en contra del Ayuntamiento por la escasez de agua, 1922 – Fototeca Nacional, INAH 

Sequía en la Ciudad de México

Las descargas se recrudecieron hasta que el secretario de Guerra, Francisco Serrano, logró abrirse paso en automóvil y calmó a los manifestantes. Un carro de bomberos asomó en la plaza e intentó calmar el fuego. En el Zócalo había 21 muertos y 64 heridos.

El presidente Alonzo Romero se había refugiado en su domicilio: un cordón militar rodeaba su casa a fin de ofrecerle garantías. En el Castillo de Chapultepec, Álvaro Obregón recibía llamadas con un humor de perros y giraba instrucciones para que la guarnición de la plaza se movilizara al Zócalo.

La estación de la Condesa fue reparada, a medias, el 2 de diciembre: desde luego el partido de Alonzo fue arrasado en los comicios celebrados ese mes. Durante el resto de 1922 la capital dispuso de dos horas de agua al día.

Las cubetas de reserva, alineadas en los baños y en los patios de las casas, se convirtieron en el seguro de vida más codiciado por los habitantes. La cantera ennegrecida del Ayuntamiento era un espejo roto en el que la ciudad miraba su futuro improbable.

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