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Se vale llorar

Decía San Agustín que «las lágrimas son la sangre del alma». Lloramos cuando algo nos duele, con un golpe a media noche en el dedo meñique del pie; de tristeza, de coraje, de felicidad, al ver una película, o sin un motivo concreto.

Decía San Agustín que «las lágrimas son la sangre del alma». Lloramos cuando algo nos duele, con un golpe a media noche en el dedo meñique del pie; de tristeza, de coraje, de felicidad, y hasta a veces —muchas en realidad—, por el dolor del otro, al ver una película, o sin un motivo concreto.

—segunda de dos partes—

Sin embargo, el llanto emocional es una característica exclusiva del ser humano, y la sociedad, a lo largo del tiempo, nos ha determinado cuándo es correcto hacerlo.
Haciendo una somera búsqueda en la red, uno puede encontrar listas enteras y muy específicas acerca de los momentos en que se permite dar rienda suelta a la lágrima. En el caso de los hombres se señala, por ejemplo, un golpe en los tanates o el instante justo en que se dan cuenta que no se casaron con la hermana más guapa. Y aunque retratado con ironía, todavía hoy es un hecho que los hombres, por su reputación de sexo fuerte, de estabilidad y carácter inquebrantable, no deben llorar en público. Y, en parte, la culpa la tienen los griegos.
En la Ilíada de Homero, Odiseo lloraba por causas relacionadas con el hogar, los seres queridos y los compañeros muertos en batalla; pero nunca por soledad o frustración, pues para los griegos no eran razones adecuadas para tal despliegue emocional. Y así, se esperaba también que los guerreros supieran distinguir cuándo no era correcto llorar en público.
Sin embargo, dicha visión ha cambiado según los preceptos de cada época y cultura. Por ejemplo, para los antiguos hebreos, llorar era parte de sus súplicas a Dios, y éstas no eran amenaza para su hombría, sino un regalo y una guía espiritual hacia las experiencias trascendentales. Ya desde el Antiguo Testamento, se hacían muchas referencias al llanto, e incluso se registró en los Evangelios que «Jesús lloraba».
Por su parte, Tomás de Aquino, gran teólogo y principal representante de la tradición escolástica, pensaba como los griegos, que la mejor manera de llorar era lejos de las miradas de la gente.
No obstante, en los relatos de las epopeyas medievales japonesas y europeas, los grandes guerreros lloraban copiosamente ante los grandes cuestionamientos espirituales y la muerte, e incluso se esperaba de ellos que se conmovieran ante los problemas de la guerra, la paz y los ideales; y en cambio, de las mujeres se admiraba su sensibilidad ante el amor, la soledad y la frustración: justo lo que era mal visto en los hombres griegos.
En este sentido, hoy día se sabe que la distinción en todo este proceso, entre hombres y mujeres, no está determinada únicamente por convenciones sociales ni históricas, sino por una causa biológica que la medicina ha descubierto: llorar es para los humanos, en general, una forma de liberar toxinas y estrés. Y quizá por esa razón, uno se siente mejor cuando lo hace; sin embargo, las glándulas lagrimales de hombres y mujeres son distintas: los conductos lagrimales femeninos son más pequeños y secretan una hormona llamada prolactina, catalizadora de la lactancia, que contribuye en la generación de lágrimas. Además de otras razones hormonales, eso explicaría por qué las mujeres tienen una tendencia biológica a que la sensibilidad aflore, pero, ¿cómo se ha reflejado dicha tendencia a la luz de la historia?
¿Te perdiste la primera parte? Léela aquí.
Para contactar a Karla Covarrubias, síguela en Twitter como @karla_kobach.


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