Hacia mitad del siglo XIX se empezó a filtrar en los círculos culturales europeos la existencia de una notable y extraña literatura surgida en Rusia. Al principio parecía una extravagancia, una broma mayúscula. De aquel lugar se esperaría recibir a hombres silvestres y cándidos, el buen salvaje soñado por los enciclopedistas, o a príncipes de fachada intensamente elegante que encubría una realidad más tumultuosa que la establecida en Europa. De ellos se podía esperar todo, pero no la creación del arte y menos la literatura.
Los fundadores
De pronto la entrada de los rusos apasionó a los lectores occidentales y venció todas las fortalezas. En el fin del siglo ya Tolstói, Dostoievski y Turguénev se traducían en casi todos los idiomas europeos y estaban en boca de Nietzsche, Freud, Gide, Hamsun, Fontane y muchos más.
El periodo que corre de 1825 a 1904 tiene sus límites bien marcados. En 1825 aparece publicado el primer capítulo de Eugenio Oneguin, la novela en verso de Alexandr Pushkin, quien transformó a la literatura rusa o, más bien, el que la creó. Toda la narrativa anterior era deleznable. Y esa Edad de Oro concluye en 1904, año en que muere Antón Chéjov.
El elenco de autores y su repertorio son incomparables. Eugenio Oneguin y La dama de espadas, de Pushkin; Un héroe de nuestro tiempo, de Mijaíl Lermontov; Las almas muertas, La nariz, El diario de un loco, El inspector general, de Nikolái Gógol; El idiota, Los demonios, Los hermanos Karamazov, de Fiódor Dostoievski; Padres e hijos y Primer amor, de Iván Turguénev; Oblómov, de Iván Goncharov; La muerte de Iván Ilich, Ana Karenina y Guerra y paz, la madre de todas las novelas, de León Tolstói; y El pabellón número seis, En el barranco, La fiesta onomástica, Las tres hermanas, El jardín de los cerezos, de Antón Chéjov.
Por supuesto los rusos no descubrieron
el género —fueron, eso sí, lectores asiduos y entusiastas de Cervantes, Sterne, Hoffmann y Stendhal—, pero lo transformaron y ampliaron sus límites por intuición personal. Tolstói concibe una apoteóstica exaltación de la vida
y logra la creación de un mundo inmenso. En Guerra y paz hay 559 personajes, todos individualizados en la forma de hablar y conducirse. Y la riqueza gestual imprime una deslumbrante visualidad a las escenas. A Proust le asombraba la fluidez de aquel lenguaje que le permitía los más tenues cambios de emociones.
Un cuento de Gógol escrito apenas salido de la adolescencia: Iván Fedorovi Schinka
y su tía, se podría incorporar perfectamente con la literatura del absurdo que cultivaba Ionesco siglo y medio más tarde. Sus cuentos son todos excepcionales, y, sobre todo, Las almas muertas, quizás la novela más esperpéntica que alguien haya escrito.
Para Cioran: «Dostoievski es el escritor más profundo, más complicado de todos los tiempos». Nadie ha sabido explorar con mayor intensidad la oscura relación que el mal establece con el bien, y lo atroz con lo místico.
El último gran escritor de ese espléndido siglo de milagros fue Chéjov. Simón Karlinski esbozó de su presencia: «De un modo tranquilo y educado, Chéjov es uno de los escritores más profundamente subversivos que haya existido en toda la historia».
La grandeza de Chéjov
El eslavista que más me impresiona es el italiano Angelo M. Ripellino, por su enorme cultura, su intensa percepción, y por su escritura que es altísima literatura. Lo sabe todo, pero no se percibe en sus enfoques nada de libresco. Cito unos párrafos suyos que resumen el universo chejoviano:
Palpita en estas obras la música apagada de la vida cotidiana; una vida sin ímpetus heroicos, un lentísimo arrastrarse; un flujo de vida angustiosa… Un universo donde los hombres, mónadas afligidas, se fastidian, se vacían, gimen y se pierden en sueños estériles» […] A veces, el balbuceo de estas mónadas se organiza, y hacen lo posible para volver a juntarse, como hombres que excavan una muralla por lados opuestos. Pero, con más frecuencia, sus golpes son pensamientos dispersos, fragmentos de frases escapadas de un mudo fluir de la conciencia. Traslúcese de sus palabras un oculto gorgoteo de vibraciones psicológicas, un subtexto que es como la sombra, la otra cara de lo que dice […] El diálogo deja de ser un medio de comprensión, es un collage de soliloquios divergentes.
Las historias de la literatura rusa repiten con frecuencia un comentario de Dmitri Merejkovski sobre la pobreza y disgregación cultural de la última década del siglo XIX y los primeros años del XX: «La intensidad de la obra de los más grandes novelistas decimonónicos fue extraordinaria, pero no logró formar una civilización semejante a la de Francia de esa época, la Grecia antigua o la Florencia del Renacimiento. Todo escritor era único; de esa falta de espíritu orgánico y comunitario provenía la decadencia y la paralización intelectual rusas del presente».
Merejkovski debió estar perdido en el cambio de siglos. Por ejemplo, jamás logró la grandeza de Chéjov, ni siquiera la de los últimos años, donde apareció lo más notable de su obra. Tampoco supo orientarse en el primer movimiento simbolista, donde participaba su esposa, la poeta Zenaida Gippius. Los simbolistas descubrieron nuevos ritmos cargados de erotismo, decadentismo y misticismo. La gura más importante de ese movimiento fue Vasili Rozanov, quien ahora en la nueva Ruta ha resucitado como uno de los personajes más importantes del pasado, y también el novelista Fiódor Sologub.