Alguna vez conocí a una señora que se llamaba Catalina Corcuera de la Borbolla… «¡Qué nombre tan rimbombante!», pensé, y no estaba equivocada. Borbolla es, sin duda, una palabra rimbombante «que retumba, resuena, hace eco». Y es que, dicen los que saben, aquello que es rimbombante es sonoro y tiene el «efecto de repercutir o reflejar repetidamente el sonido». De ahí que sea perfectamente correcto decir que «en tal obertura rimbomban los violones».
La palabra proviene del italiano rimbombare, en alusión
a la consecuencia sonora que el vocablo conlleva en sí mismo; o sea que lo más fascinante de rimbombante
es que es rimbombante. Pero esta palabra ha adquirido, por adición, otro significado: «aparatoso, enfático o ridículamente solemne»; es en este sentido que podemos decir que la decoración de la casa de la mentada doña Catalina es rimbombante, efectista y barroca, es decir, ostentosa y llamativa —todos, sinónimos de nuestra sonora palabrota—. O, bien, que el lenguaje de nuestros políticos es —¿o debería decir, «era»?— francamente rimbombante y pomposo.
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