Un amigo de la prepa nos invitó a todo un grupo de cuates a pasar el fin de semana a su rancho, que estaba en la sierra de Hidalgo.
Todos decidieron salir de México el viernes a mediodía, excepto otro amigo y yo que tuvimos que trabajar hasta tarde y comenzar el viaje como a las siete de la noche. Aunque llevábamos un mapa, cuando llegamos a una Y la niebla bajó, no sabíamos cómo seguir y decidimos preguntarle a una persona oriunda del lugar si conocía el rancho Los polluelos, que así se llamaba el de mi amigo.
—Disculpe, ¿sabe usted dónde queda el rancho Los polluelos?
—¿Por dónde le dijeron? —nos preguntó.
—No nos dijeron, pero nos dieron este mapa —le contestamos, mientras se lo enseñábamos.
Entonces el ranchero lo tomó entre las manos y metió su cabeza junto a la mía para verlo a la luz del interior del coche. Estuvo observándolo detenidamente durante aproximadamente cinco minutos. Mientras lo observaba, le daba la vuelta, seguía las líneas con el dedo y asentía con la cabeza. Siguió en la observación detenida y poco a poco se metía más por la ventanilla, al punto que yo tuve que hacer el asiento para atrás para dejarlo ver. No decía una sola palabra, pero al verlo tan absorto en el croquis, creímos que conocía a la perfección el lugar.
Al cabo de los cinco minutos nos dice, con un poco de impaciencia y medio enojado:
—Pues si está refácil. Mire —nos dice a los dos con aire de superioridad—, se sigue por aquí —indicándolo en el mapa—, luego por aquí —siguiendo el mapa con el dedo—y aquí donde dice «rancho Los polluelos», ¡ahí es!