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María Antonieta, la reina odiada

María Antonieta, una joven reina que se ganó el desprecio de la corte y sus súbditos.
Maria Antonieta

En agosto de 1785, María Antonieta tenía 30 años y llevaba once como reina de un país que hacía tiempo no la quería. Desde su llegada a Versalles, con apenas catorce años, todo parecía conspirar contra ella. El matrimonio con el delfín de Francia —en el que su madre, la emperatriz María Teresa de Austria, había puesto todo su empeño— aspiraba a reforzar el difícil entendimiento entre dos países tradicionalmente enemigos; la empresa, sin embargo, se anunciaba llena de obstáculos.

«Si el pueblo tiene hambre y no tiene pan, que coma brioches»,
María Antonieta.

El acuerdo, en su día impulsado por la marquesa de Pompadour, pronto reveló ser poco ventajoso para Francia, y en muchos —sin excluir a varios miembros de la familia real— suscitó un gran descontento. A la jovencísima delfina —en absoluto preparada para la tarea que le aguardaba y perdida entre una corte dividida en múltiples facciones rivales— le faltó enseguida el apoyo del duque de Choiseul 1, el poderoso ministro de Asuntos Exteriores, que había llevado a buen término las negociaciones de su matrimonio y que cayó en desgracia muy poco después de su llegada.

Vía Monarquías


Y si encontraba un poco de afecto en las tías de su marido —las cuales, a cambio, la utilizaban en su privadísima guerra contra la condesa du Barry, amante oficial de Luis XV—, desde luego no eran ningún consuelo para ella las cartas imperiosas que su madre le enviaba mensualmente2.

Una Habsburgo adolescente en una corte borbona

Para María Teresa, la misión de su hija era servir a los intereses de la Casa de Austria; cualquier otra consideración pasaba a segundo plano. Pero, ¿cómo se podía pretender que María Antonieta se ganara el mínimo crédito mientras el suyo seguía siendo un matrimonio blanco? Entre los numerosos problemas con los que se topó la joven delfina, en efecto, éste era con mucho el más grave.

Nadie esperaba que una adolescente púdica y sin experiencia alguna fuese capaz de ayudar a su marido a superar sus dificultades sexuales, pero ello no bastaba para ponerla al amparo de las críticas y las insinuaciones. Y cuando, tras siete largos años de torpes intentos, el matrimonio fue finalmente consumado, tanto la virilidad del esposo como la virtud de la esposa eran ya más que discutidas.

En París, donde el 8 de junio de 1773 había hecho su entrada solemne al lado del delfín, María Antonieta había sido acogida por multitudes que le aplaudían. Y si la frase que se atribuye al duque de Brissac: «Señora, tenéis aquí 250 mil enamorados» interpreta bien el entusiasmo que le mostró la capital, nunca hubo un flechazo más recíproco: en los años siguientes, María Antonieta no desaprovecharía una ocasión de ir a París.

La gran ciudad le pareció un saludable antídoto al aburrimiento y al carácter repetitivo de las ceremonias de Versalles. Con sus teatros, bailes, ferias, tiendas y sus calles hormigueantes de carrozas y de gente, París ofrecía a los visitantes un espectáculo irresistible; y sólo allí, de incógnito, María Antonieta se sentía por fin libre para divertirse como todas las personas de su edad.


María Antonieta encontró en París el antídoto para el aburrimiento que sufría en Versalles. Sin embargo, la popularidad de María Antonieta, a la que siempre llamarían «la austriaca», empezó a disminuir justo en el momento en el que se convirtió en reina. En mayo de 1774, después de la repentina muerte de Luis xv, su marido subió al trono y la soberana se mostró resuelta a hacer valer su voluntad. Poco le importaba que la monarquía francesa exigiese de sus reinas obediencia, sumisión conyugal y respeto a la tradición, ya que ella provenía de una corte —la de Viena— en la que su madre era quien mandaba. Desde luego, no sería el tímido y dócil Luis xvi, abrumado por la nuevas responsabilidades de gobierno y ansioso de hacerse perdonar su incapacidad sexual, el que impusiera a su mujer la conducta a seguir.

El odiado ceremonial

Desde los tiempos de los Valois, la vida de los monarcas franceses se ajustaba a un ceremonial complejo que se repetía idéntico día tras día, año tras año. Desde hacía aproximadamente un siglo, cuando Luis xiv se estableció en Versalles de forma permanente, el palacio era el lugar en el que, a cambio de cargos y honores, la nobleza francesa rivalizaba para «servir, distraer y controlar» a sus soberanos.

Ya reina, María Antonieta se sintió autorizada para hacer caso omiso de los deberes que le imponía la institución y creyó que podría vivir como quisiera. El protocolo le producía un tedio irremediable y, con el aturdimiento de sus 18 años, no ocultaba que sólo quería a las personas jóvenes y no le preocupaba que con ello atrajera peligrosamente la antipatía de las viejas generaciones.

María Antonieta no tenía ningún respeto por el protocolo de la monarquía de Versalles, lo cual le valió la antipatía de las personas mayores. Además de divertirse, María Antonieta ambicionaba ejercer influencia política, y esto le resultaba menos fácil. Luis XVI, no obstante la indulgencia que tenía con ella, parecía firmemente determinado a limitar lo más posible sus injerencias en este terreno.

Con el designio de imponer su voluntad, al menos dentro de la corte, María Antonieta se aseguró de rodearse de un círculo de amigos leales —la denominada «sociedad de la reina». Sus preferencias se centraron en la pequeña y mediana nobleza, más dúctil y complaciente que la antigua —poco dispuesta a dejarse intimidar por una princesa de la Casa de Austria—, pero lo único que consiguió fue enemistarse con todas las grandes familias del reino.

La Ciudad Luz y sus lujos

María Antonieta salía de Versalles cada vez con mayor frecuencia para ir a París con su joven cuñado, el conde de Artois, mucho más imprudente que ella. Su ejemplo fue prontamente imitado, lo que dio inicio a un movimiento migratorio. Era natural que la nobleza volviese a la capital, puesto que en Versalles tenían un rey refractario a las cosas mundanas y una reina ausente.

No contenta con haber asestado un golpe fatal al equilibrio y a la cohesión de un sistema ya de por sí obsoleto y con preferir la capital a su propio palacio, María Antonieta no titubeó en manifestar que «el título que más ambicionaba era el de la mujer más gentil y más a la moda». Y Versalles ya no ostentaba, como en la época del Rey Sol, el monopolio de la elegancia; la que dictaba la ley en materia de moda y de gusto era la capital.

Una vez en el trono, María Antonieta se dejó arrastrar por una pasión que compartía con muchos de sus súbditos. Su destino había sido decidido por otros, pero al menos ella podía tratar de contrarrestarlo con el sello de su inconfundible gusto, el cual mostró en la elección de amigos, diversiones y en la manera de vestirse, peinarse y adornarse con joyas. Y como no tenía sentido de la medida y su marido acababa siempre pagando sus deudas, el número de vestidos y alhajas que deseaba poseer adquirió proporciones cada vez más vertiginosas.

En julio de 1785 estalló el «caso del collar»: el joyero Bohmer reclama a la reina 1.5 millones de libras por un collar de diamantes encargado en nombre de la soberana por el cardenal de Rohan. Ella no se hace responsable e insiste en arrestar al cardenal al que acusa de insultarla al achacarle la compra del collar y el escándalo es inevitable.

María Antonieta se dejó llevar por el lujo y la moda, lo cual supuso gastos exorbitantes para la corte.
No es de sorprender que todo esto le atrajera duras críticas. La primera en alarmarse por la ostentación de María Antonieta en su arreglo personal fue su propia madre, la emperatriz de Austria, quien le recordó que la moda es voluble, caprichosa, inestable y al mismo tiempo niveladora, mientras que una soberana debía estar por encima de todos y ser absolutamente inimitable. La etiqueta, los trajes de ceremonia, las joyas de la corona, hacían de ella un ícono que había que respetar y reverenciar, el modelo mismo de la realeza.

Sin embargo, María Antonieta no prestaba oídos a los consejos maternos: el deseo de evasión, la necesidad irrefrenable de nuevas y excitantes diversiones capaces de llenar su soledad afectiva, el miedo de no poder gozar plenamente de los breves años de juventud, fueron más fuertes que la más elemental sensatez y la indujeron, en el espacio de pocos años, a acumular un error sobre otro.

La reina odiada

La primera que le volvió la espalda y le juró un rencor implacable fue su misma corte. Versalles se vengó de ella sentando las bases de una leyenda negra de la que la reina jamás se liberaría. El retrato de una mujer frívola, ligera, ávida, derrochadora e intrigante entró a formar parte del imaginario colectivo del país.

París no tardó en adueñarse de las informaciones procedentes de Versalles y en difundirlas por los canales de la prensa clandestina, quien se lanzó a contar con gran riqueza de detalles la vida privada de María Antonieta, con el objetivo político de desacreditar a la monarquía de derecho divino.


Como el rey era impotente, a la reina no le quedaba más remedio que consolarse con hombres y mujeres de su entorno —y por tanto se veía obligada a sustraerse a las miradas de sus cortesanos—, y se aprovechaba de la escasa virilidad del soberano para reinar en su lugar. Estas historias extraían su poder de persuasión de una astuta dosificación de invenciones delirantes y referencias a episodios verdaderos, o tenidos por tales, como prueba de que los autores estaban bien informados de los chismes que circulaban por la corte.

Vía Viator

1 Choiseul murió unos meses después de este matrimonio, víctima de una conspiración provocada por Madame du Barry.

2 María Antonieta es aconsejada a través de la voluminosa y sesgada correspondencia que mantiene con su madre y con el conde de Mercy-Argenteau, embajador de Austria en París.

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Federico Campbell Quiroz

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