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Groucho Marx: el amante sarnoso

Además de ser un gran cómico, Groucho Marx era un apasionado de las letras y gustaba de escribir relatos cortos y libros, por ejemplo Memorias de un amante sarnoso.

En la película Everyone Says I Love You(1996) de Woody Allen, los invitados a una fiesta están disfrazados de un hombrecillo de bigotes pintados, cejas prominentes y lentes: todos quieren ser Groucho Marx.

Y cómo no, si Groucho fue un hito en el mundo del espectáculo, al ser el autor de un nuevo humor: brillante, inteligente y fresco. Además de ser amigo de Chaplin, T. S. Eliot, Humphrey Bogart y Orson Welles, fue —junto con sus hermanos— el responsable de que el cine no volviera a ser el mismo, porque hablar de Groucho Marx es hacerlo de un sello distintivo: el de la ironía y el ingenio, el del bigote y los lentes y el del puro interminable.
«El puede parecer idiota y actuar como idiota; pero no se deje engañar: él realmente es idiota», Groucho Marx
Groucho Marx creció entre retazos de tela, pues su padre era sastre, el peor: «Sus clientes eran fácilmente reconocibles, porque una de las perneras del pantalón era más corta que la otra».1 Charlotte Chandler, «Groucho, el gran cómico», en El País Semanal, 10 de mayo de 1998.
Su madre, con peluca rubia y corsé, visitó a cuanto agente pudo para encontrarles trabajo a sus cinco hijos en el teatro de espectáculo —el vodevil—, y lo consiguió. Cuatro de ellos, Chico, Harpo, Groucho y Zeppo, darían el gran salto al séptimo arte. Si bien Groucho fue considerado como la figura más importante y exitosa, las películas que ostentan el título de los Hermanos Marx son verdaderos íconos humorísticos.
«¿A quién le vas a creer? ¿A mí o a tus propios ojos?», Groucho Marx
De pequeño, Groucho no quería ser actor, sino escritor, y algunos años después lo consiguió. Aunque no abandonó su humor característico, sí hay una transformación palpable: mientras que en las películas es mucho más sencillo y cándido —de ahí se tomaron las frases que le han dado la vuelta al mundo—, en sus libros y relatos cortos hay crítica, escepticismo, acidez, profundidad y una ironía mucho más refinada.
Memorias de un amante sarnoso es su libro más exitoso y
 es, además, un referente obligado para acercarse a su obra literaria, de la que Algarabía ha echado mano en más de una ocasión. Para su deleite, reproducimos un texto2 Groucho Marx, Memorias de un amante sarnoso, Barcelona: Edhasa, 1993 —editado por primera vez en 1963—; pp. 39-41:

Cabalgando con mis hormonas

Las modas en medicina cambian casi tan a menudo como las ropas de la mujer. La panacea de la salud actual se convierte en el tóxico mortal de mañana. Muchos de los expertos en coronarias aterrorizan actualmente a sus pacientes con los terrores del colesterol. El hombre gordo de hoy en día se debate entre la glotonería y la supervivencia. Le han advertido que, si no elimina su exceso de grasas, está a medio camino del cementerio.

Los alimentos que se recomiendan actualmente son tan apetecibles como una dieta constante de papel secante. Los huevos son veneno y la gente rica que normalmente desdeñaba la margarina se relame ahora los labios como si fuera algo digno de comerse.

Anoche tomé la típica cena libre de 
colesterol: calabaza hervida, leche
 descremada y gelatina. Estoy seguro de que
 esto no me hará vivir más tiempo, pero creo que la existencia me parecerá más larga.

Recuerdo la época en que todos los niños eran 
operados de las amígdalas, si sus padres tenían dinero. Conocí a un chico que tenía un defecto en el paladar. Su madre lo llevó al médico. Aquel fisiólogo eminente no 
sabía cómo curar aquel defecto. Sin embargo, necesitaba urgentemente cierta suma de dinero para pasar otro año en la escuela médica y le arrancó las amígdalas. La madre quedó tan agradecida por el hecho de que le quitara las amígdalas a su hijo que, como extracción adicional, le permitió que le sacara también a ella el apéndice. Al cabo de unos meses se fugó con la mujer. El dinero también lo puso ella, pero ésa es otra historia.

Hace algunos años, el Testosterone ocupó las páginas principales de los periódicos. Se trataba de un suero mágico, procedente de Viena, que se había extraído de cierta parte del caballo. No voy a explicar públicamente de qué se trataba. Le diré únicamente esto: si no existiera esa parte, actualmente no habría ningún potro.

La teoría consistía en que si tomabas doce dosis de ese suero en un periodo de tres meses, conseguías el vigor y la vitalidad de un semental de cuatro años. Para un hombre de presión arterial baja y de ocasionales tendencias suicidas, aquello parecía simplemente el hallazgo de la legendaria fuente de la juventud y todo lo que esto implica.

Una hora después de haber leído aquel artículo apasionante, me encontraba en el despacho del médico recibiendo la primera inyección. Cada mañana, al levantarme, miraba lleno de esperanza el espejo en busca de mi desesperada juventud. Vi muchas cosas en aquel espejo. Vi un rostro decrépito con indicios de degeneración, unas mejillas flácidas y el hueco producido por quince o 20 dientes al caer. Lo que no vi por ninguna parte, sin embargo, fue algo que se pareciera a lo que yo esperaba.

Después de que el médico me diera el duodécimo jeringazo mágico, llegué de mala gana a la conclusión de que también aquello era una trampa y un engaño, que el médico era un bandido de perspectiva feliz, que lo que me había imaginado era un espejismo sexual al que no podría llegar nunca, a menos de que hubiera algo cierto respecto a esa estupidez de la reencarnación.

Al cabo de unos meses, mientras me dirigía a la casa de caridad, me encontré casualmente con aquel charlatán —quien iba camino del banco— que, hasta ahora, me había quitado de los pantalones 240 dólares y se los había metido en los suyos.

—¡Groucho! —exclamó, retrocediendo unos pasos a fin de observarme—. No, no puedes ser Groucho. ¿Eres tú el mismo hombre que vino a verme hace tres meses y que era una completa ruina? Si tienes el aspecto de un hombre que no ha cumplido aún 30 años. ¿Estás seguro de que no eres Tony Curtis?

—Claro que estoy seguro —dije de malos modos—. Soy Groucho Marx, y si aún no está usted convencido, iré a casa y le traeré mi licencia de conducir para que la vea.

Sonrió de un modo falso, pero prosiguió hablando con obstinación:

—Supongo que las dosis de Testosterone resultaron efectivas, de lo contrario habrías vuelto a visitarme. Estás como nuevo.

Luego preguntó, estrujando mi dinero en su bolsillo:

—¿Cómo te encuentras?

—Me encuentro acabado.

—Hum —gruñó mientras se acariciaba la oreja 
izquierda en una actitud reflexiva—. ¿Quieres decir que las inyecciones no surtieron efecto?

—Oh, las inyecciones me fueron estupendamente, doc, pero la medicina era un asco.

—Veamos —insistió—, ¿es que el Testosterone no te ha hecho nada al fin y al cabo?

—Bueno, sí que ha hecho —admití—. Ayer estuve en el hipódromo de Santa Anita e hice una milla en 2 minutos y 10 segundos.»

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