Un rostro es, para nosotros, una persona que mira. Un conjunto de rasgos que reconocemos como un todo: un gesto determinado, cierta forma de sonreír, un perfil aguileño, un lunar, un peinado. Todos estos detalles nos otorgan una identidad física, una apariencia específica que nos distingue, que nos hace únicos e inconfundibles. Aunque no para todos.1 Gran parte de la información de este texto fue tomada de: Thomas Grueter, «Forgetting Faces», en Scientific American Mind, agosto-septiembre, 2007.
—Primera de dos partes—
Hasta cierto punto, todo hombre es lo que él piensa que es.
F. H. Bradley
Un hombre cualquiera abre los ojos. Apaga el despertador y, de pronto, su mente le recuerda que es lunes. Con una enorme pesadez, consigue levantarse de la cama y dirigirse hasta el pasillo. Mientras toma un baño, piensa en su lista de pendientes de la semana. Al terminar, sostiene la toalla y la amarra a su cintura; pone un pie fuera de la tina y luego el otro. Cuando llega al espejo, se mira y algo le parece raro. Hay alguien detrás que lo observa desde el reflejo.
«¿Quieres algo de desayunar?», le pregunta una mujer de rizos rubios y espesos. A él le toma un par de segundos hacer que todo cuadre en su cabeza: reconocer que esa mujer es su esposa y que es a ella a quien pertenece el reflejo. Él mismo se observa con extrañeza, preguntándose al afeitarse si la cara que lo mira es la suya. Saca la lengua y hace alguna mueca sólo para cerciorarse, y luego, durante el día, todo en su vida parece normal, excepto por el hecho de que este hombre sufre de prosopagnosia.
Ceguera facial
Nuestros cerebros están programados para percibir, reconocer y recordar rostros y, de hecho, lo hacen todo el tiempo gracias a una función de reconocimiento innata que se lleva a cabo a una velocidad de 100 milisegundos. Esta información es procesada junto con el contacto visual, la expresión facial y los gestos, y es vital en la regulación de la interacción social.
Al mirar a una persona, un cerebro normal reconoce sus características, hace un registro de sus proporciones y busca en la memoria a largo plazo, una correspondencia con el resto de las personas que ha conocido. Este proceso es importante, porque a partir de él podemos obtener mucha información acerca de alguien, como el sexo, la edad, el estado de salud o de ánimo, su grado de atención, y lo más importante, podemos identificar a las personas fundamentales en nuestra vida: familiares, amigos, enemigos, etcétera.
A diferencia de los cerebros normales, los prosopagnósicos, pese a que son capaces de ver y describir una cara, difícilmente podrían especificar de quién se trata; es decir, podrían andar por la calle y cruzarse con su mamá sin reconocerla, o mirarse a sí mismos en una fotografía sin saber con certeza a quién observan. En casos simples, un prosopagnósico sería aquel que reconoce a Albert Einstein sólo por el bigote y el pelo, y en casos severos, se trata de quien percibe un rostro como un problema abstracto con datos aislados —tal como lo haría una máquina—, insensible a sus emociones y expresiones. Uno de los casos más emblemáticos es el del protagonista de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, una relato periodístico del escritor y neurólogo inglés Oliver Sacks.
Efecto Gorbachov: Los pacientes prosopagnósicos pueden reconocer a personas con características físicas notables. Por eso todos son capaces de identificar a Mijaíl Gorbachov, por su lunar en la frente.
Súperreconocedores: A diferencia de los prosopagnósticos, hay personas con gran habilidad para reconocer rostros, es decir, excelentes fisionomistas.