La otra noche tuve una pesadilla que, sólo de acordarme, me pone la piel chinita: soñé que estaba trabajando hasta tarde cuando empecé a oír unos ruiditos; al principio pensé que se trataba de la impresora, pero el ruido se hizo más insistente, como si unas uñas rascaran la pared. Traté de calmarme pensando que simplemente estaba cansado o era producto de mi imaginación, pero jamás imaginé que ese molesto sonido se convertiría en una tormentosa voz que aún sigo oyendo.
No recuerdo con detalles lo sucedido. Sólo sé que de repente sentí un frío que me caló hasta los huesos, y tuve la sensación de que el tiempo se detenía mientras un susurro salía de la colilla de mi cigarro para persuadirme de que dejara todo como estaba y me saliera a divertir; la voz de hielo me prometía «una noche inolvidable llena de placeres y locas fantasías». Cuando estaba a punto de convencerme de que era real, oí una voz angelical que me hablaba en el otro oído y trataba de disuadirme de caer en la tentación. Una lengua fría recorrió mi cara y desperté asustado, pensando que el Diablo me había besado; para mi alivio había sido mi perro Douglas que, una vez más, me salvaba de una horrible pesadilla.
Tardé varios días en quitarme ese sueño de la cabeza hasta que llegó el Fausto a mis manos y recordé cómo Mefistófeles, es decir, el Diablo, trató de persuadir —del latín persuadere: inducir, mover, obligar a alguien con razones a creer o hacer algo— a Fausto diciéndole: «Oblígote; estos días verás con placer mis artificios. Voy a darte lo que todavía no ha visto ningún mortal […]». Fausto, emocionado, acepta al firmar con una gota de sangre sin escuchar los ruegos de los lectores que tratamos inútilmente de disuadirlo —del latín dissuadere: inducir, mover a alguien con razones a mudar de dictamen o a desistir de un propósito— de ese pacto.
Así que, si en alguna noche fría y melancólica se les aparece el Diablo para persuadirlos, no olviden tratar de disuadirlo… aunque sea con esta palabrota.