Roma, la ciudad que estaba llamada a ser el ombligo del mundo antiguo, tuvo su origen gracias a un hecho gastronómico: según la leyenda, una loba amamantó a dos niños extraviados y uno de ellos se convertiría —después de matar a su hermano— en el fundador de la ciudad imperial. Ésta, la historia de Rómulo y Remo, es sólo uno de los muchos mitos que rodean la historia romana, ciudad de orígenes humildes que con el tiempo se fue elevando hasta alcanzar el límite de los excesos.
Al hablar de la gastronomía en la Roma imperial, vienen a la mente festines inagotables, orgías y hombres vomitando para poder comer y beber más, envilecidos por la codicia y la gula. Sin embargo, no todo lo que nos han contado es verdad…
Los banquetes
Los romanos de las urbes —que es de quienes
sabemos más— valoraban su civilización, de modo que moldearon sus cocinas, modales de mesa y maneras de compartir alimentos con gran dedicación. Es verdad que en las altas esferas del poder el exceso llegó a ser una forma de ganar y mostrar prestigio. En ese ámbito, es probable que algunos ejercieran prácticas excéntricas, pero no es posible afirmar que esto fuera una regla general.
Los documentos gastronómicos disponibles nos hablan de banquetes fastuosos, platillos exóticos y caprichosos —una fuente de lenguas de flamenco, por ejemplo—
y cocineros itinerantes con gustos refinados.
Momentos para comer a lo largo del día
En tiempos romanos, hace unos dos mil años, la diferencia entre los paganos —del latín pagus, ‘aldea’, de ahí «gente humilde»— y los ricos urbanos era muy marcada. En el campo, el alimento proporcionaba la energía necesaria para las labores de cultivo; se comía puls, una mezcla de cereal triturado, agua y frutillas, o algún asado de caza, y al final del día, un guisado más complejo y de tipo comunitario en el hogar.
A pesar de los excesos que
uno puede ver en el cine, los romanos comían ordenadamente. Distribuyeron la ingesta de alimentos a lo largo del día sentando las bases de nuestras comidas actuales al romper
el ayuno con el ientaculum, un alimento temprano y frugal que consistía en pan frito en ajo acompañado de vino ligero; ya más entrada la mañana, los niños romanos comían en la escuela un tentempié llamado passum —refrigerio que recuerda al actual lunch— que podía incluir queso, pan, frutas y huevo.