La muerte
La pelona, la huesuda, la amada inmóvil, la pálida, la calaca, la de la guadaña, la descarnada, la fría, la catrina de la sonrisa burlona que nos pela los dientes y nos lanza un guiño con su cuenca vacía, ofreciendo su descarnada mano e invitándonos a su macabra danza. La que nos iguala a todos y nos da alas —diría «el Rey Lagarto», que hoy duerme con la dama de negro en su cama de piedra en Père Lachaise—, la que no debe nombrarse para exorcizar su temida presencia.
Existen —o al menos así lo expresamos— diversas formas de morir. «Tu padre, para mí, está muerto», me repetía mi madre incesantemente, refiriéndose no al deceso del señor Übelgott, sino a su voluntad —la de ella— de borrarlo de su memoria, de su interés y de su deseo.
También podemos decir que un político «está muerto» si su reputación está tan maltratada que difícilmente podría volver a aspirar a un cargo público. Hablamos de cervezas «bien muertas» —por lo frías— y de un «punto muerto» cuando las negociaciones se estancan o si ponemos la caja de velocidades del coche en neutral. Incluso podemos decirle a alguien «¡muérete!», si nos hemos enojado con esa persona —aunque pocas veces lo deseamos en verdad—, o hablar de la «muerte chiquita» para referirnos al orgasmo.
Usamos una infinidad de eufemismos que aluden a la muerte y, por otro lado, la mencionamos con cierta ligereza para referirnos a situaciones que poco tienen que ver con ella. Pero si el ciclo de la vida es «nacer, crecer, reproducirse y morir», y hasta el Ungido tuvo que entregarse a ella para resucitar al tercer día, ¿por qué nos genera tanto miedo mencionarla siquiera? Esta ineludible realidad biológica se ha convertido en un problema filosófico y metafísico.
La muerte en uno
En otras palabras: la muerte humana es el fin de las funciones cerebrales y la ausencia de signos vitales —el latido del corazón, la respiración, la presión arterial y la temperatura corporal— debido al deterioro irreversible de nuestras células por causas naturales o externas, y el fatal impacto que éste tiene sobre los órganos, los sistemas y aparatos que nos componen.
El propósito de nuestra vida, desde un punto de vista estrictamente biológico, es la vida misma para la preservación de nuestra especie, de modo que muchos seres vivos estamos dotados de un instinto de supervivencia más fuerte que casi cualquier otro, y con sistemas que alertan contra cualquier amenaza a la vida y nos ponen en condición de pelear o de huir. Quien haya visto su vida amenazada, sabrá que en ese momento no existe ningún otro impulso que no sea el de salvar el pellejo —aunque quizá el instinto de protección de las crías [muchos padres sentimos que somos capaces de dar nuestra vida por la de nuestros hijos] sea más fuerte que el instinto de supervivencia en algunas especies.
Desde los inicios de la humanidad, o antes, nuestros antepasados peludos debieron enfrentarse a esa visita indeseable que llegaba sin invitación y tomando la forma de los dientes y las garras de un depredador, una enfermedad, una piedra o un rayo que caía sobre algún desafortunado, o incluso de la mano —armada o desnuda— de otro homínido que deseaba arrebatar un fruto o un pedazo de carne, o que disputaba derechos territoriales o a una hembra. El cuerpo inerte de un miembro del clan, y su inexplicable rigidez y ausencia, debieron ser un absoluto enigma para ese hombre primitivo.
Y la cosa no ha mejorado mucho desde entonces: nadie sabe cómo es la muerte, qué pasa después de ella. Quizá sea por ello que resulta tan inquietante, un terreno desconocido, incierto.
Quienes la conocen —si es que hay algo que conocer— no pueden ya describirnos la sensación, el supuesto viaje, los parajes del «más allá», si es que existen. ¿Se trata de la pérdida de la conciencia, del ser individual? ¿De verdad entra uno a un túnel en cuyo final se encuentran los seres queridos que «se nos han adelantado»? ¿Llegamos a lugares infinitamente bellos o terribles, regidos por entidades superiores a nosotros: Anubis, Hades o Plutón, Kali o Mictlantecuhtli?
Tal vez esta incertidumbre haya sido el combustible para la nave de la imaginación, que durante siglos ha concebido paraísos e infiernos, y buscado fórmulas para alcanzar la inmortalidad física o del alma —esa esencia incorpórea de existencia no comprobada que, según se dice, sobrevive al cuerpo físico—. Casi todos los seres humanos tememos al vacío, a la soledad, al silencio y a la oscuridad, y por ello nos hemos negado a creer que todo termina al exhalar el último aliento.
La muerte de otros
La muerte, aunque inevitable, es dolorosa, tanto para el que muere como para quienes le sobreviven. Los avances de la medicina han hecho que a veces olvidemos nuestra mortalidad y veamos como extraño e injusto ese proceso natural —incluso se han creado disciplinas como la tanatología para ayudar a los deudos con su duelo—.
Paradójicamente, quienes se van —y lo decimos como si tuviéramos la certeza de un tránsito con un destino final— se convierten en intercesores ante entidades superiores, y en protectores ante circunstancias de peligro o desasosiego. Conservamos fotos de los muertos, e incluso hablamos mentalmente con ellos. Es como si negáramos su ausencia o como si quisiéramos que, de alguna manera, siguieran «por ahí», rondándonos, pendientes de nosotros.
¿Sabes cuán pálida, caprichosa y escalofriante llega la muerte, en una hora extraña, sin anunciarse, sin hacer planes, como un huésped horrible y encimoso que hubieras llevado a tu cama…? The Doors, «The Severed Garden»
Consulta el texto completo en el libro Para chicos malos, éstos, del Acervo Algarabía.
Te invitamos a ser partícipe de la lectura de este libro en el que la maldad permea cada una de sus páginas. Deléitate con la historia de lo que le hace daño a nuestro cuerpo, y diviértete leyendo las anécdotas de personajes históricos, de los cineastas del «lado oscuro», entre muchos otros.