Todos sabemos que un hipocondríaco o hipocondriaco es aquel que estornuda y, acto seguido, corre con el médico para que le trate la «espantosa y mortífera pulmonía que lo aqueja»; aquel que, después de oír hablar de una enfermedad, siente que de verdad la padece; y aquel a quien el médico le tiene estrictamente prohibido ver los programas sobre padecimientos y cuidados a la salud.
¿De dónde viene la palabra que describe este mal?
Empecemos por decir que los hipocondrios —la palabra hipocondrio viene del griego /hypós/, debajo, /cóndrion/, cartílago— son los costados del abdomen, a la altura de la cintura —o del sitio donde ésta debiera estar— y perpendiculares a la «panza chelera», que en muchos de nosotros se conocen mejor como «lonjas». Y es en ellos donde antiguamente se creía que residía la melancolía, tristeza, angustia y preocupación.
Luego digamos que hipocondría —del latín hypochondria, y éste del griego /hypocoóndria/— es la «afección caracterizada por una gran sensibilidad del sistema nervioso con tristeza habitual».
En el siglo xvii se utilizaba esta palabra para designar lo que ahora conocemos como depresión o estar con «espíritus inferiores».
Ya que la hipocondría involucra melancolía, en el siglo xix, los hipocondríacos, siempre melancólicos, pasaron a ser los que se enferman, o creen enfermarse, al menor intento.
Y, aunque los psicólogos dirían que tiene que ver con una necesidad de llamar la atención, de estima y cuidado, en realidad, y en su sentido más estricto, cualquiera puede ser hipocondríaco si padece «dolor de caballo», ése que ataca a quienes tienen poca condición física e insisten en hacer esfuerzos súbitos, sobre todo después de comer.