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Conchabar, desconchabarse

¿Por qué ciertas palabras se ponen de moda y otras desaparecen del habla cotidiana? ¿Por qué durante un tiempo significan una cosa y luego adquieren otro sentido?

¿Por qué ciertas palabras se ponen de moda y otras desaparecen del habla cotidiana? ¿Por qué durante un tiempo significan una cosa y luego adquieren otro sentido? Es el caso de los términos que se explican a continuación.
Tengo manita, no tengo manita, porque la tengo desconchabadita. —Ronda popular infantil

Conchabarse

Cuando todavía tenía fe en la humanidad o, peor aún, cuando ingenuamente pensaba que la mayoría de la gente buscaba el bien común, me involucré en un movimiento guerrillero que, en su momento, fue harto popular y que tuvo gran impacto a escala mundial porque su lenguaje era distinto al de otras organizaciones políticas.
Dentro de la cantidad de actividades que se realizaban para «ayudar a las comunidades indígenas» estaban las llamadas «caravanas humanitarias», que consistían en llevar alimentos a regiones apartadas, sobre todo a las cercadas por el ejército federal.
En estas «caravanas» participaba gente de lo más diversa: estudiantes de humanidades, medicina, ciencias políticas —por supuesto—, antropología e incluso ciencias exactas, pero también ciudadanos de toda índole y de todos los estratos sociales. Dentro de estos grupos, había uno que destacaba por encima de todos, y no por la relevancia de sus intervenciones o por sus posturas ideológicas, sino por su apariencia: señoras copetonas que se vestían como si fueran de compras a un centro comercial, cuando, en realidad, íbamos camino a una selva inhóspita, invadida de insectos, donde quién sabe si encontraríamos agua potable, y con patrullajes militares permanentes.
En cuanto llegamos a La Realidad —así se llama el poblado—, todos se dispusieron a bajar los sacos con semillas y demás «ayuda humanitaria» para entregarlos a los habitantes de la comunidad. Las señoras copetudas, en su calidad de «damitas delicadas» —por no decir «inútiles»—, se acercaron a las mujeres indígenas y, entre indignadas por las condiciones de vida de aquellos lares y con toda la disposición de «hacer el bien», hicieron lo que mejor practican: comprar todo lo que saliera a su paso. Después de acaparar todas las pulseras, huipiles y demás telares, empezaron a convencer a las mujeres de la comunidad de llevárselas «a trabajar»:

—Ándale, vente conmigo a la capital y te aseguro que a ti y a tus niños no les va a faltar nada.
—Pero… no puedo dejar a mi marido.
—Qué te fijas… Además, como si te hiciera falta…

Al final, las señoras copetonas lograron convencer a algunas mujeres y estaban orgullosas de lo que habían logrado, como si se tratara de un acto heróico, a la altura de las hazañas de los próceres de la patria.
Una persona mayor que, al igual que yo, vio el teatrito completo, comentó en voz alta:

—Estas viejas fufurufas nomás vinieron a conchabarse muchachas para que les cuiden sus perros y les limpien la casa. No tienen la culpa ellas, sino quien las dejó llegar hasta acá.

Contra lo que se piensa, conchabar no es un mexicanismo, pues desde el siglo xv se usaba para describir: «Ajustar o requerir los servicios de una persona», o, peor aún: «Contratar a alguien para un servicio de orden inferior, generalmente doméstico». Proviene del latín conclavāre —acomodarse en una habitación—, que, a su vez, viene de conclāve —habitación íntima y reservada.
¡Justicia divina: ya se desconchabaron toditas las coyunturas!
Más tardecito, como es natural en estas tierras, cayó un aguacero marca diluvio que duró hasta la madrugada. A la mañana siguiente, al salir de las cabañas con sus zapatos de pasarela, las copetonas fueron cayendo una tras otra a causa de lo resbaladizo del lodo que se formó con la lluvia nocturna.
Pies desguinzados por aquí, manos torcidas por allá, rodillas inflamadas por acullá. Y, de pronto, la misma persona que se había quejado de la imprudencia de estas señoras —a estas alturas, ya nada copetonas—, exclamó entre risas:

—¡Justicia divina: ya se desconchabaron toditas las coyunturas! Ándele, por pensar que todo se puede conseguir con dinero.

No abundaré más en cuanto pasó en esa y otras «caravanas de ayuda», salvo que, cuando llegó el momento de regresar, las señoras del shopping perpetuo ya no se acordaron de conchabarse a nadie, salvo de volver lo antes posible al confort que les proporcionan sus choferes y sus ilimitadas tarjetas de crédito.

Pichicato

En una de las tantas ocasiones que fui a Chiapas de niño, me quedé a jugar con el primo Guayo en casa de la tía Melba. Un poco después del mediodía, llegó mi madre para llevarme a comer. Le rogué que me dejara ahí todo el día, pues, junto con mi primo, me encontraba a la mitad de una misión espacial peligrosísima y habíamos perdido toda comunicación con la Tierra.
Seguimos jugando durante un rato más, hasta que mi tía nos llamó para comer. Nos lavamos las manos de volada —dejando más mugre en la toalla que en el lavabo— y nos sentamos a la mesa, más hambrientos de seguir con la misión suicida, de la que pendía el destino de la humanidad, que de alimento alguno.
Mi tía destapó una cazuela diminuta, en la que había un poco de huevos revueltos con salchichas, y una sartén con frijoles refritos. Acostumbrado como estaba a las porciones pantagruélicas que se servían en todas partes —en Chiapas, un desayuno «tradicional» incluye jugo, tamales, huevos, tortillas, frijoles, crema, quesadillas, pan dulce, café, leche, más pan y alguna «otra cosita»—, sin pensar agarré una tortilla y me serví a grandes cucharadas. Por supuesto, ambos trastes quedaron vacíos en un instante y se me hizo natural preguntar: «¿Qué sigue?». Mi tía, por salir del apuro, calentó algo —creo que un embutido—, más tortillas y algo más de lo que no puedo acordarme. Dejamos la mesa y no regresamos sino hasta que nos llamaron para la merienda.
La escena fue algo parecida a lo ocurrido en la tarde: unos bolillos y café negro. Creo que en la vida había tomado café solo, pues estaba acostumbrado —a esas horas— por lo menos a un sándwich, chalupas, buñuelos, leche y pan dulce. No dije nada, salvo agradecer el pan y el café, y esperé con paciencia a que regresara mi madre, quien se apareció a los pocos minutos.
En cuanto salimos de ahí, lo primero que me urgió decirle a mi madre —la misión espacial ya no representaba el destino del Universo— fue que me llevara a comer. Ella, como si no hubiera visto lo ocurrido, preguntó:
—¿Por qué? ¿No te gustó lo que había?
—No es que no me gustara, ¡es que no había!
—Por eso regresé por ti en la tarde, porque ya sé que son bien pichicatos con la comida.
Durante el trayecto, le di vueltas a esa palabra que, por su sola pronunciación, no podía ser un elogio.
De un tiempo para acá, te has vuelto bien pichicato
Años después, mi madre discutía con otro de sus hermanos durante una comida:
—De un tiempo para acá, te has vuelto bien pichicato. Si te duele el codo, mejor no invites nada. Pero eso sí: recuerda cómo te atendemos en la casa y no andamos de presumidos.
Curiosamente, ambos tíos no eran avaros con la comida porque estuvieran escasos de recursos, todo lo contrario: se ufanaban de su poder adquisitivo y de la cantidad de propiedades y bienes que iban acumulando.
Actualmente, si se busca pichicato en el drae, este adjetivo remite a cicatero —sin detallar por qué— y advierte que se emplea en «zonas del español meridional», es decir, en México y Centroamérica. Cicatero viene del árabe hispánico siqát, y éste, del árabe clásico siqat, que describe el remolonear de un caballo, es decir, cuando se rehúsa a moverse, hacer o admitir algo, por flojera o pereza. Las acepciones de cicatero son «mezquino», «ruin», «miserable», alguien que escatima lo que debe dar, que da importancia a pequeñas cosas o se ofende por ellas. O, de plano, un ladrón que hurta bolsas.
Desde 1599, cicatero se registraba como «ruin, miserable». Esto proviene de cegatero: «regatón» —ahora en desuso—, como se le llamaba a quienes vendían comestibles comprados al por mayor, revendedores o a quienes regateaban. En 1379, se registró el sinónimo cegate, procedente del árabe saqqât —«ropavejero», «vendedor de baratillo»—, cuya raíz saqat significa «caer, hacer caer, podar, sustraer»; la forma moderna ha sufrido el influjo de la voz jergal cica, «bolsa de dinero» —registrada en 1601—, procedente del árabe kîsa. De todo esto se deriva cicatear —de 1780— y cicatería —de 1599.1 Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, de Joan Corominas, Madrid: Gredos, 1961.
Pero, ¿cuál es la relación entre pichicato y cicatero? El jurista y escritor guatemalteco Antonio Batres Jáuregui opinaba que proviene del italiano pizzicato —de pizzicare, «pellizcar»— porque, precisamente, con un pellizco se obtiene un sonido corto de los instrumentos de cuerda. En pocas palabras: pichicato es alguien que «pellizca» los recursos al mínimo y que, además de avaro, es necio en cambiar sus costumbres miserables, aunque le sobren recursos.
Por si aún queda alguna duda en el uso de esta palabra, en su novela Astucia, Luis G. Inclán lo deja más que claro: «Permítame que le diga que estas prendas sólo las pagan los que tienen gusto en saber gastar su dinero, no los pichicatos».
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