La primera vez que escuché la palabra Ombudsman pensé que se referían a un héroe de ficción como Superman, Ultraman, He-Man, Spiderman, Batman, Aquaman o Birdman; sin embargo, después de saber su origen, sus valores y sus características, me queda claro que para ser un auténtico superhéroe no se necesita pertenecer al Salón de la Justicia.
El Ombudsman surgió durante el ocaso de la monarquía absoluta sueca (1772-1809), en la cual el poder del rey sometía por igual a jueces y funcionarios. Esto hizo que, invocando la división de poderes de Montesquieu, se considerara la pertinencia de un funcionario, autónomo del poder Ejecutivo, que fungiera como representante de los ciudadanos frente a las malas acciones de los trabajadores del gobierno.
La figura cobró valor jurídico en la Constitución de 1809, bajo la designación Ombudsman —del sueco antiguo umboosmaor—, palabra compuesta por las raíces ombud, «el de la voz», y man, «hombre», y cuyo significado es «representante del ciudadano». Su traducción puede ser «comisionado, procurador, delegado, agente, vocero, consejero legal, gestor, procurador o delegado de justicia».
La palabra y la figura jurídica del Ombudsman surgieron en el Golfo de Botnia —territorio ocupado actualmente por Finlandia y Suecia—.
La situación geográfica de Suecia —que promueve un cierto aislamiento cultural y lingüístico— hizo que la difusión de este concepto fuera muy lenta, pues, en realidad, fue a partir de la posguerra cuando, renovado el interés por los derechos humanos y la participación ciudadana, fue favorecida la propagación de esta figura.
En las últimas décadas ha logrado su mayor nivel de desarrollo, al conseguir ampliar su presencia más allá de la defensa de los derechos humanos y al tener como principios rectores la apoliticidad y la imparcialidad.
Así, hemos visto que, dadas las responsabilidades que conlleva su función, un Ombudsman, más que un superhéroe o un superhombre, debería ser, cuando menos, un hombre de bien.