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Oda al metro en hora pico

Es quizá el transporte público más odiado y amado a la vez; y este año celebra su 50 aniversario, pero ¿cómo comenzó todo?.

El Metro es sin duda la primera aduana chilanga. Para la cultura capitalina mantiene un estatuto iniciático, casi mistérico. Si acaso una ceremonia podría expedir el certificado de «chilango calado» —sin albur—, es la de una travesía por las entrañas de esta sucursal del Infierno llamada Ciudad de México.

Todo capitalino que se respete —que no respetable— ha pasado por las aguas lustrales de la estación Balderas al mediodía, cuando la explosión demográfica da cuenta de su vigencia arrasadora.
Medio siglo ha transcurrido desde el primer viaje del Metro, millones de personas han sido transportadas y su protagonismo en la dinámica chilanga es indiscutible. Capitalino que no haya hecho suyo el Metro, no es capitalino. El Metro, más allá de medio de transporte, es toda una institución.

Es como el futuro

Cuesta creerlo, pero hubo un tiempo en que el Metro era sólo una promesa del futuro, un «buen deseo» de la modernidad. Resulta difícil imaginar la Ciudad de México sin Metro, igual de imposible que pensar en París sin Le Métro, o en Londres sin el Underground, o en Nueva York sin el Subway. Igualmente difícil es calibrar que una obra de esta magnitud, por todos los esfuerzos económicos, políticos y hasta sociales que implicó, tenga como antecedente una tesis universitaria.
Se tienen algunos registros hacia 1958, vagos y poco documentados, sobre trabajos universitarios que aconsejaban la construcción de un monorriel para la ciudad; más adelante, y en vista del crecimiento exponencial de habitantes y usuarios de automóviles, el fortalecimiento del transporte público se volvió una necesidad inaplazable. En consecuencia, durante la administración del presidente Adolfo López Mateos, de 1958 a 1964, tomó más fuerza la idea de construir para la ciudad un medio de transporte con una magnitud tal que atendiera la creciente necesidad de moverse en la, desde entonces, congestionada metrópoli.

Sin embargo, este proyecto fue abandonado pues se consideró económicamente inviable; en su lugar se comenzó la construcción del Periférico, una priorización que marcaría a largo plazo el debate entre apostar por un medio de transporte colectivo o definirse por el impulso y desarrollo de vías rápidas y, en consecuencia, del automóvil.
Mas aquella pretensión por apoyar el uso del automóvil se creyó finalmente desechada o, al menos, moderada: los capitalinos no paraban de hacer más capitalinos y las calles de la ciudad, cada vez con más frecuencia, terminaban colapsadas como ahora —nada nuevo bajo el viejo sol—; no con la intensidad enfermiza con la que el tránsito se detiene en estos días, pero sí lo suficiente como para que la administración de entonces abriera la cartera en la forma en que lo hizo.

Abrir un agujero

Lo malo del futuro es que nunca avisa de su llegada. Cuando menos se piensa, en la puerta aparece una figura difusa pero que toca insistentemente y no hay forma de distraerle. 541 mil personas le dieron la bienvenida al siglo XX en el Distrito Federal —porque así se llamaba y muchos todavía lo recuerdan—. 60 años después, los que verían la llegada del hombre a la Luna, los Juegos Olímpicos de 1968, y el desarrollo del movimiento estudiantil ya se contaban en millones: para ser exactos 4 870 876 espectadores del nuevo mundo, todos ellos residentes de la capital. En una circunstancia así, el Metro era casi una urgencia.
Para su construcción no sólo fue determinante el que, después de años de investigación, se concretara un proyecto viable y solvente en cuanto a infraestructura se refiere, también abonó un componente social. México había recibido el encargo de ser anfitrión de la XIX edición de los Juegos Olímpicos, qué mejor escaparate para dar cuenta de la bonanza que se vivía en el país. El Metro, en esa coyuntura, sería una muestra tangible del progreso.
En abril de 1967, el gobierno federal decretó la creación del Sistema de Transporte Colectivo; el 19 de junio de 1967 se declararon oficialmente inauguradas las obras del Metro, justo donde se encuentran las avenidas Bucareli y Chapultepec. Así concluía un arduo proceso de convencimiento y maduración que había tenido al ingeniero Bernardo Quintana como impulsor, y al empresario de transportes y comunicaciones Alex Berger, como pieza clave para la obtención de recursos económicos y para mediar entre el gobierno mexicano y el francés.

Lee el artículo completo en Algarabía 180.
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