Dice José Emilio Pacheco:
«En México, [pinche] canceló su acepción normal para adquirir, no se sabe cuándo, las características de un epíteto derogatorio que sorprende por su omnipresencia y durabilidad.
El más amplio catálogo de acepciones lo consigna el excelente Diccionario del español usual en México, de Luis Fernando Lara en su segunda edición de 2009. Lara advierte que se trata de una grosería: ‘pinche. Que es despreciable o muy mezquino. Que es de baja calidad, de bajo costo o muy pobre’.
Pinche puede ser un empleado, el hábito de fumar, la suerte, un policía, una camisa, un perro, una casa, una persona, el mundo entero, una comida, un regalo, un sueldo o bien lo que a usted se le ocurra. Se trata, pues, de un epíteto que degrada todo lo que toca. Normaliza y vuelve aceptable una furia sin límites contra algo que nos ofende y humilla, pero no podemos cambiar.
Admite grados y amplificaciones: “Esa novela
me pareció un poco pinche”. “El racismo es
una actitud pinchísima”. A veces puede ser un
sustantivo inapelable: “No te lleves con él: es
un tipo de lo más pinche”. Puede adquirir el rango de injuria máxima: “No me vuelvas a hablar, hijo de tu pinche madre”.
No sé cuándo empezó a emplearse y nunca he leído nada sobre su origen. Ya que pinche en español común es el ayudante de cocina, sin ninguna pretensión ni autoridad, se me ocurre que el término se originó en tiempos de la hacienda y el latifundio y nació entre los peones obligados a trabajar la tierra para beneficio de los amos que veían con explicable resentimiento a quienes laboraban en ocupaciones serviles dentro de la Casa Grande.
Si el uso está restringido a México, resulta algo anecdótico e insignificante frente al hecho de que, a diferencia de tantos otros idiomas, quinientos millones de personas podamos entendernos en nuestra lengua materna. Es una pinche desgracia que muy pocas veces tengamos conciencia de este prodigio.»
Este texto es un fragmento de una de las últimas conferencias en las que participó Pacheco, el 17 de octubre de 2013, dentro del Atlas sonoro de las palabras más autóctonas del español, con motivo del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, en Panamá. Y a partir de ahí, sin que él o ningún otro hablante mexicano lo supiese —o lo sospechase—, se generó otro cambio lingüístico en este simpático e interesante término que, no conforme con ser nombre y adjetivo, pasó a ser adverbio.
El prodigio del significado
Pero vámonos más atrás, a su etimología, donde vemos que pinche deriva del verbo pinchar, y éste a su vez del verbo ponchar o punchar, equivalente al punch del idioma inglés —que procede del latín vulgar punctiare o punctius, del que derivan palabras del español como punto, punzón, puntiagudo, puntal y acupuntura—; u originado, quizás, en la raíz indoeouropea –peug, que significaba ‘golpear’ o ‘incidir’.
O sea, que un pinche es «el que pincha», es decir, «el que corta la comida o mecha la carne», alguien «de poca monta»; de ahí lo que nos cuenta Pacheco sobre las haciendas.
Sólo en México una palabra como ésta podría tener tantas acepciones «prodigiosas», diría Pacheco; y más en estos tiempos en los que los hablantes lo hemos convertido en adverbio. Porque a últimas fechas, el pinches, así como lo lee, con una «s» al final, pasó a ser un modificador tanto de verbos como adjetivos, diferente —a mi ver— del adverbio pinchemente que utilizara alguna vez, allá por los años 50, el buen José «Jamaicón» Villegas —pionero del síndrome que lleva el mismo nombre— cuando respondió a cierto entrevistador que lo elogió por sus técnicas defensivas y su buen desempeño en la cancha, con un «¡ay nomás, pinchemente!», que en cierta manera se parece a nuestro «chingonamente», pero pecando de una falsa modestia.
No, este pinches simplemente es un adverbio que enfatiza, es decir, un adverbio de modo que se usa casi como un prefijo al tratar de intensificar una acción o una cualidad; así, decimos: ¡No pinchesmames! Es decir, «no mames tanto», cuando «mamar» implica molestar o «joder», pero también alardear y hasta «hacerse el sangrón».