Clásico que un día uno se encuentra a un ser que cumple todas las tontas fantasías de lo que siempre esperó del amor. Ese con quien se pueden pasar largas horas mandando mensajes por WhatsApp hasta que se les duerman los dedos, al que se le soportan los ronquidos por las noches o la piel pegajosa cuando duermen juntos en verano; luego, de repente, el sujeto en cuestión suelta un: «Ya no podemos estar juntos» y se va. ¡¿Qué?!
Algo se transforma en su interior: las tripas se le revuelven, le dan mareos, la vista se le nubla y se pasa los siguientes días con la cabeza gacha, sin dormir, apartándose en los rincones más abandonados; tampoco quiere comer porque, ¿qué chiste hacerlo sola? Su madre se atreve a preguntar: «¿Qué te pasa mijita? Últimamente te veo mortificada». Y usted levanta los ojos para verla media borrosa —porque sus patéticas lágrimas le cubren las pupilas—, y entre sollozos le dice: «¿Mortificada?, ¿eso qué es?».
La palabra mortificar deriva del latín cristiano mortis, ‘muerte’, y ficar, ‘hacer’; es decir, ‘hacer la muerte’. De acuerdo con la teología cristiana, la mortificación es necesaria para purificar el alma, es un medio que ayuda a mantener vidas virtuosas y santas; en el pasado —y tal vez también en el presente— algunos monjes radicales empleaban un cilicio —un objeto de metal en forma de malla con púas— para incrustarlo en su piel a fin de provocarse dolor y con ello practicar la mortificación.
Así que cuando su madre le diga que luce mortificada, está en lo correcto, porque literalmente se está muriendo en vida, usando los recuerdos del amor perdido como cilicio para causarse dolor y andar dando lástima. ¡Ya basta de mortificarse!