Hasta hace poco se tuvo la idea de que morder un lápiz era peligroso porque «contenía» cierta cantidad de plomo —un elemento químico que, de ser ingerido o inhalado, es veneno puro—; el hacerlo podía provocar dolor de cabeza, vértigo, estupor, hasta llegar al coma y luego a la muerte.
Sin embargo, los lápices nunca se fabricaron con plomo.
Esta creencia tiene su origen en la antigüedad, pues durante 2 mil años fue común afilar barras de plomo para elaborar dibujos sobre papiro y papel.
La costumbre cambió cuando se descubrió un depósito de grafito sólido en Borrowdale, Columbia, en 1564, y comenzaron a elaborarse lápices con pequeñas barras cuadradas de este mineral.
En 1827 el estadounidense Joseph Nixon construyó una máquina que producía 132 unidades de lápices por minuto, y en 1890, «vieron la luz» los clásicos recubiertos con madera pintada de amarillo —invento del praguense Joseph Hardmuth—; el barnizado no tenía como fin evitar las astillas sino indicar que se fabricaron con el mejor grafito de la época, el chino.
El nuevo modelo pronto se reprodujo en Norteamérica y después en el resto del mundo con la versión de goma integrada.
Dicho lo anterior, puede hincarle el diente a un lápiz para liberar estrés sin temor, ya que no tiene rastro de ningún compuesto tóxico y es completamente inofensivo —salvo que alguien se atragante con viruta o con la goma.