Del griego μαστροπεἰα —mastropeia, ‘estimulación durante el juego amoroso realizada con las manos’—, devino la contracción de las voces latinas manus, ‘mano’, y exturbare —unión de ex-, ‘hacia fuera’, y turbare, ‘agitar, alterar, perturbar’— para formar masturbāri, cuyo significado refiere al acto de estimular con la mano los órganos genitales y las zonas erógenas para conseguir el orgasmo.
Algunos creen que, por la naturaleza negativa que al término se le atribuía en su origen, la verdadera raíz etimológica es manus stuprare —esta última, voz latina que significa ‘violar, forzar’ y que derivó precisamente en el término de tipo legal estupro, «coito sin consentimiento»—. Esta teoría encuentra su base en el primer registro del uso de la palabra: data de 1857, en Funciones y desórdenes del sistema reproductivo, en donde William Acton se refiere a la masturbación como una «autoviolación» que podía afectar de manera permanente el sistema nervioso del individuo.
El humorista George Carlin dijo alguna vez: «Si Dios no hubiese querido que nos masturbáramos, habría hecho nuestros brazos más cortos». Y es que con el tiempo, la masturbación ha cobrado un nuevo significado y ya no se le considera un desorden, sino un acto natural y hasta saludable para el cuerpo y la mente, y una práctica inherente a la naturaleza autoexplorativa del ser humano.
Aunque de inicio el término ponía a la mano como protagonista única del acto, hoy se incluye en la definición a cualquier otro objeto que ayude a generar placer sexual. Así, a pesar de las diferentes teorías acerca del origen de la palabra y de la hoy enorme variedad de instrumentos de los que uno puede valerse, el objetivo siempre ha sido, es y será llegar —preferentemente— a lo mismo.